Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

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Galileo Galilei, hereje numérico

Por Jonathan Rée

Originalmente publicado como “The Number Heresy”, Literary Review, Julio 2014 (http://www.literaryreview.co.uk/ree_07_14.php). Traducido por Alberto Loza Nehmad.

Reseña del libro de Amir Alexander, Infinitesimal: How a Dangerous Mathematical Theory Shaped the Modern World. Oneworld,  352 pp.


Hacia fines de 1609, Galileo Galilei se hizo de un novedoso artefacto óptico y empezó apuntándolo hacia el cielo nocturno de Padua. Al año siguiente, publicó un libro que describía algunos de los descubrimientos que hizo con la ayuda de su maravilloso telescopio: que hay montañas en la luna, que Júpiter tiene cuatro satélites, y que la Vía Láctea no es una nube sin forma sino una vasta colección de estrellas separadas. También expresaba su simpatía por la idea, recientemente defendida por Copérnico, de que el sol es el centro del mundo y que los planetas se mueven en círculos regulares alrededor de él. La jerarquía católica estuvo inicialmente preparada para tolerar las afirmaciones de Galileo aunque fuesen difíciles de reconciliar con la astronomía clásica, la filosofía escolástica y varios pasajes de la Biblia. Pero Galileo tenía cierto gusto por la controversia y, a lo largo de los años, proclamó con creciente fervor su apoyo a Copérnico, regocijándose al provocar a los maestros jesuitas que se habían nombrado guardianes de la corrección intelectual en la Iglesia Romana. Se encontró con su par en 1633, cuando fue llevado a juicio en Roma, encontrado culpable de herejía y puesto bajo arresto domiciliario por el resto de su vida.

La historia de esta humillación de Galileo pronto se convirtió en un cuento de resistencia heroica que fue luego elaborado en un mito hecho y derecho. Cuando sus interrogadores le pidieron que afirmara que la Tierra permanece quieta al centro del universo, él pareció asentir, pero se rumoreaba que había susurrado las subversivas palabras eppur si muove —“pero igual se mueve”—. Y cuando invitó a sus oponentes a que miraran por el telescopio, se supone que ellos se rehusaron, con la autoatrofiante excusa de que no querían ver nada que pudiera debilitar su fe o manchar su pureza filosófica. Según esta versión, Galileo se convirtió en un héroe solitario que se enfrentó a un bombardeo cerrado de parte de la superstición institucionalizada, un profeta de la revolución científica que iría a reemplazar al dogmatismo especulativo con la experimentación práctica, y en la persona que anunciaba la Ilustración, el humanismo y la edad moderna.

Los historiadores han estado socavando este mito por más de cincuenta años, y se ha hecho claro que Galileo era en realidad más un especulador racionalista que un experimentador empírico. Los investigadores han sugerido que su llamado experimento realmente nunca tuvo lugar, y ellos han leído cuidadosamente los pasajes donde él proclamaba que, el “gran libro de la naturaleza está escrito en el lenguaje de la matemática”, y que en la matemática “el intelecto humano entiende las cosas tan bien como Dios mismo”. Para Galileo, parece, el fundamento de la ciencia se encuentra, no en la evidencia de los sentidos, sino en el cálculo matemático abstracto.

El fluido y ricamente informativo libro de Amir Alexander lleva el argumento en una nueva dirección al mostrar que el asunto que dividía a los jesuitas de los galileicos no era el de la matemática versus la experiencia, sino el de dos tipos diferentes de matemática: por un lado, el clarísimo sistema deductivo, lo esencial de lo cual había sido establecido por Euclides alrededor del año 300 AC, por el otro, la teoría de los “indivisibles” o “infinitesimales”, que era igualmente antigua pero, hasta el tiempo de Galileo, había siempre languidecido en las sombras. Para los euclidianos, cada problema matemático podía “construirse” usando nada más que una regla y un par de compases, y cada pregunta legítima tenía una solución clara, normalmente expresable en números enteros o sus proporciones. La idea básica de infinitesimales, por otro lado, es que cualquier cantidad puede dividirse y subdividirse indefinidamente: una línea de una extensión dada puede ser vista como una cuerda compuesta de un número infinito de puntos infinitamente pequeños; una forma bidimensional se compone de un número infinito de tales líneas, paralelas entre ellas; y un sólido es esencialmente una pila infinita de formas planas.

Galileo admitió que vio problemas adelante: “¡En qué mar nos estamos deslizando!”. Como él dice: “¿seremos alguna vez capaces de llegar a tierra?” Desde un punto de vista euclidiano, el método de los infinitesimales era un escándalo conceptual: si algo era infinitamente pequeño, no podría hacerse más grande sin importar cuántas veces lo multiplicaras. Sin embargo, aunque el método desdeñaba los cánones del buen comportamiento matemático, fue enormemente fructífero en la práctica. Con la ayuda de varios estudiantes, algo vívidamente evocado por Alexander, Galileo mostró que puedes hacer una serie de cálculos basados en dividir una línea, un plano o un sólido en partes cada vez más pequeñas y hallar el resultado de que ellos convergerían si repitieras el proceso indefinidamente. Luego fue capaz de resolver problemas de geometría y mecánica que incluían cantidades continuas. Sus ideas finalmente triunfarían en el cálculo desarrollado por Isaac Newton y Gottfried Leibniz a finales del siglo.

En algunos de sus capítulos más interesantes, Alexander muestra que cuando los jesuitas finalmente cercaron a Galileo en la década de 1630, estaban tan afrentados por su uso de los infinitesimales como por su adherencia al copernicanismo. Alexander se muda entonces, de Italia durante la Contrarreforma, a Inglaterra durante la Guerra Civil, donde encuentra que su defensa de los infinitesimales estaba asociada con el apoyo al protestantismo y la causa parlamentaria. Su historia alcanza el clímax cuando el infinitesimalista de Oxford John Wallis, un ardiente parlamentario, se encuentra confrontado por el avejentado realista Thomas Hobbes, cuyo famoso libro Leviatán se había convertido en un texto de autoritarismo represivo, basado en el argumento de que las instituciones políticas esencialmente eran artefactos humanos. Pero Hobbes también se tenía a sí mismo como un virtuoso de la matemática, y creía que podía poner rápidamente en vereda a los infinitesimales, vindicando así no solo el orden mundial euclidiano sino también, por alguna oscura inferencia, el principio de la monarquía absoluta. Es difícil no sentir pena por el viejo, cuando Wallis expuso su pomposidad como un delirio ridículo.

Si hay comedia y tragedia en Infinitesimal, también hay una cepa de melodrama banal, cuando Alexander insistentemente vincula su discusión de asuntos matemáticos del siglo 17 con temas del totalitarismo y la democracia tal como tomaron forma a mediados del siglo 20. El método de los infinitesimales involucraba el humilde reconocimiento de lo inescrutable del mundo natural, él dice, y por tanto estaba alineado con el surgimiento irresistible, no solo de la ciencia natural, sino también del liberalismo tolerante. El eclidianismo, por otro lado, con su interés en el orden perfecto, era el aliado natural de la frailería y la represión autoritaria. Sin embargo, el argumento podría fácilmente invertirse. Existe cierta atracción democrática en la idea euclidiana de que la matemática es algo que todos podemos construir por nosotros mismos con una regla y compases, mientras existe algo opresivo en las técnicas matemáticas que desconciertan el entendimiento de todos, salvo el de una pequeña banda de expertos. La historia política de la matemática ciertamente es rica y extraña, y todavía más rica y extraña, quizá, de lo que presenta este excelente libro.

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