Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

Desde la otra esquina:
Traducciones de artículos, entrevistas, etc.

El Libro Rojo de Mao: de biblia sangrienta a pacotilla

Por John Gray
Originalmente publicado como “How the west embraced Chairman Mao’s Little Red Book”, Newstatesman, mayo 23, 2014 (http://www.newstatesman.com/culture/2014/05/how-west-embraced-chairman-mao-s-little-red-book). Traducido por Alberto Loza Nehmad.

Reseña del libro: Mao's Little Red Book: a Global History, Alexander C. Cook (ed.). Cambridge University Press, 299 pp.


En 1968, una publicación de Guardia Roja instruía que los científicos debían seguir la orden de Mao Zedong: “Sean resueltos, no teman ningún sacrificio y remonten toda dificultad para ganar la victoria”. El conocimiento experto no era válido y podría ser peligrosamente engañoso sin la guía del gran líder. Los ejemplos de la ciencia revolucionaria abundaban entonces. En un reporte, un soldado que estaba estudiando para veterinario encontró difícil castrar cerdos. Estudiar las palabras de Mao le permitió superar su reacción egoísta y le dio coraje para realizar la tarea. En otro cuento alentador, los pensamientos de Mao inspiraron un nuevo método de proteger los cultivos del mal tiempo: al construir cohetes y lanzarlos al cielo los campesinos fueron capaces de dispersar las nubes y evitar las granizadas.

Para cuando apareció la publicación de Guardia Roja, el Pequeño Libro Rojo de Mao había sido publicado en cantidades suficientes para entregarle uno a cada ciudadano chino en una población de más de 740 millones. Durante el pico de su popularidad, desde mediados de los años sesenta a mediados de los setenta, fue el libro más impreso en el mundo. En los años entre 1966 y 1971 se publicaron más de mil millones de ejemplares de la versión oficial, con traducciones en más de tres docenas de idiomas. Hubo muchas reimpresiones locales, ediciones ilegales y traducciones no autorizadas. Aunque no es posible tener cifras exactas, el texto debe contarse entre los más ampliamente distribuidos de toda la historia. Según Daniel Leese, uno de quienes escriben en El Pequeño Libro Rojo de Mao, esta obra “está en segundo lugar solo después de la Biblia” en términos de circulación impresa.

Originalmente, el libro fue concebido para uso interno de las fuerzas armadas. En 1961, el ministro de defensa, Lin Biao —nombrado por Mao después de que el previo ocupante del puesto hubiera sido sacado por expresar críticas al desastroso Gran Salto Adelante— dio instrucciones al periódico del ejército, El Diario del EPL, para que publicara una cita diaria de Mao. Reuniendo cientos de pasajes de sus escritos y discursos publicados y presentándolos bajo encabezados dramáticos, la primera edición oficial fue impresa por el departamento político general del Ejército de Liberación Popular en el diseño de vinilo rojo resistente al agua que se convertiría en icónico.

Con sus palabras dirigidas a ser recitadas en grupos, estando la interpretación correcta de los pensamientos de Mao determinada por comisarios políticos, el libro se convirtió en lo que Leese describe como “el único criterio de la verdad” durante la Revolución Cultural. Después de un período de “anárquicas guerras de citas”, cuando el libro se desplegaba como un arma en una variedad de conflictos políticos, Mao le puso le puso la tapa a su uso incontrolado. Desde a fines de 1967 se impuso un gobierno militar y el Ejército Popular de Liberación fue designado “la gran escuela” de la sociedad china. La citación ritual del libro se hizo común como una manera de manifestar conformidad ideológica; en las tiendas, mientras hacían sus compras, los clientes intercalaban sus pedidos con citas. Se dictaron largas condenas de prisión para cualquier sentenciado por dañar o destruir un ejemplar de lo que se había convertido en un texto sagrado.

El editor de El Pequeño Libro Rojo de Mao: Una historia global, escribe en el prefacio que este es el “primer esfuerzo investigativo para entender al libro rojo del presidente Mao como un fenómeno histórico global”. Es una descripción exacta, pero la colección tiene las fallas que se esperan en un libro de ensayos de autores académicos. El estilo de la prosa es tieso y retorcido, y los colaboradores parecen ansiosos de evitar cualquier cosa que parezca una actitud negativa hacia las ideas y los acontecimientos que ellos describen. “Como grupo —continúa el editor—, somos diversos con respecto a edad, género, etnicidad y simpatías políticas”. Está en lo correcto, puesto que juzgado según los estándares prevalecientes, es un grupo bien balanceado. Están representadas todas las disciplinas relevantes —historia, estudios de áreas, literatura, ciencia política y sociología— y aunque diez de los 13 colaboradores enseñan en EE.UU., la colección es representativa de un rango de ideas sobre China que uno encontraría en universidades de gran parte del mundo. Sin embargo, el hecho de que esto refleja el presente estado de la opinión académica es también la limitación más importante del libro.

Al leer los ensayos reunidos aquí, difícilmente se daría uno cuenta de que Mao fue responsable de una de las más grandes catástrofes humanas de la historia escrita. Lanzado por él, el Gran Salto Adelante costó más de 45 millones de vidas humanas. “Cuando no hay suficiente que comer, la gente se muere de hambre”, observó Mao lacónicamente. “Es mejor dejar que la mitad del pueblo perezca para que la otra mitad pueda comer lo que le toca”. No especificó cómo a aquellos condenados a perecer se les haría aceptar su destino. Los acontecimientos subsiguientes ofrecieron la respuesta: ejecuciones en masa y tortura, golpizas y violencia sexual contra las mujeres, todo fue parte integral de una hambruna políticamente inducida que redujo a secciones de la población a comer raíces, lodo e insectos y, a otras, al canibalismo. Cuando Mao ordenó poner fin a este horrendo experimento en 1961, fue para lanzar otro. La Revolución Cultural no fue para nada parecida en su costo en muertes, pero dejó un reguero de vidas quebradas y de devastación cultural, cuyo recuerdo es una de las principales fuentes de la legitimidad post-régimen de Mao.

Habrá quienes objeten diciendo que todos conocen los errores de Mao: ¿por qué dar la lata con ellos ahora? Sin embargo, si ahora sabemos de la escala de los crímenes de Mao, no es como resultado de décadas de trabajos académicos sobre el tema. El primer estudio detallado de la hambruna, Fantasmas hambrientos (Hungry Ghosts, 1996), fue escrito por el periodista afincado en Hong Kong Jasper Becker. Solo en 2010 apareció el libro del historiador Frank Dikötter, La Gran Hambruna de Mao (Mao’s Great Famine), un estudio pionero basado en años de investigación de archivos chinos recientemente abiertos. Aparte de relatos ofrecidos en las memorias de quienes supervivieron, los costos humanos de la Revolución Cultural fueron capturados de la mejor manera por Simon Leys (seudónimo del sinólogo y crítico literario belga Pierre Ryckmans) en sus libros Sombras chinas (1974) y El bosque ardiente (1987). El acreditado y revelador libro Mao: La historia desconocida (2005) es obra de Jung Chan y su esposo, Jon Halliday. Además del libro de Dikötter, ninguno de los libros que capturaron la experiencia humana de la vida bajo Mao fue escrito por un académico profesional.

 Al evitar cuidadosamente toda referencia a las opresivas realidades de los años de Mao, los académicos eran seguidores fieles de la opinión convencional. La percepción occidental predominante del régimen de Mao era el de un proyecto político progresista; si a veces se escapaba un poco de la mano, eso no era más que la exhuberancia que va naturalmente de la mano con tal empresa liberadora. Cuando en los años 70, con un comunista británico estimé los millones que resultaron muertos en las purgas rurales en los años inmediatamente después de que Mao llegara al poder, él me dijo: “Esos tipos de cifras son solo para consumo occidental”. La conversación ulterior mostró que sus estimados de los números reales eran significativamente más bajos que los aceptados por el régimen chino. Sin duda, inadvertidamente había tropezado con una curiosa verdad: el prestigio del régimen de Mao en Occidente estaba en su punto más alto cuando el liderazgo se creía era de lo más despótico y asesino. Para algunos de sus admiradores occidentales, la violencia del régimen tenía por sí misma un atrayente encanto.

Julian Bourg relata cómo en Francia los pensamientos de Mao se pusieron à la mode cuando en 1967 se proyectó La Chinoise, la película de Jean-Luc Godard acerca de una juvenil secta parisiense. Entre los pensadores franceses, observa Bourg, “el idioma de la violencia de Mao tenía cierto atractivo retórico”. En realidad, en Mao, era la combinación de violencia retórica con una lógica dialéctica sub-hegeliana lo que demostraba ser tan irresistible para sectores de la intelligentsia francesa. Al alabar la distinción que hace Mao entre las contradicciones principales y secundarias, Louis Althusser desplegaba las categorías maoístas como parte de una defensa extremadamente abstracta y en gran medida sin sentido de “la autonomía relativa de la teoría”.

El estudiante de Althusser, Alain Badiou (por muchos años profesor de filosofía de la École Normale Supérieure) continuó defendiendo al maoísmo mucho después de que la escala de sus bajas se hubiera hecho innegable. En año tan reciente como 2008, mientras él se autoelogiaba como “actualmente uno de los pocos representantes del maoísmo dignos de crédito”, Badiou alababa el pensamiento de Mao como “una nueva política de la negación de la negación”.  Desde un punto de vista, esta posición es meramente despreciable: una pirueta profesoral alrededor de una vasta pila de cadáveres. Pero uno debe tener en cuenta la insondable frivolidad de algunos de la izquierda francesa. Ya en 1980l dos ex militantes maoístas habían anunciado su rechazo de ese credo en el idioma de la moda: “China era la nota… ahora ya fue… ya no somos maoístas”. Contra este trasfondo, la persistencia de Badiou es casi heroicamente absurda.

En Occidente, el maoísmo tuvo dos características definitorias: no tenía ninguna relación con las condiciones en China, en relación a la cual sus proponentes permanecieron invenciblemente ignorantes; y fue abrazado por sectores de una clase intelectual que era, para propósitos políticos, casi enteramente irrelevante. En Italia, el pensamiento de Mao tuvo por un tiempo una influencia ligeramente mayor. Como Dominique Kirchner Reill escribe cuando discute sobre el maoísmo en Italia y Yugoslavia, “En Italia la Mao-manía no fue un fenómeno puramente de izquierda. Algunos grupos de ultraderecha citaban sus Pequeños Libros Rojos para justificar sus argumentos”. En 1968-73, el partido neofascista Lotto di Popolo (La lucha del Pueblo) elogiaba a Mao como un nacionalista ejemplar y un resoluto oponente de la hegemonía global de EE.UU. En una nota a pie de página, Reill observa que “el movimiento nazi-maoísta en Italia incluía a muchas otros personajes y grupos” además de La Lucha del Pueblo. Es una pena que este aspecto de la influencia de Mao no sea explorado en mayor detalle.

A pesar de su inevitable limitación como un texto académico, El Pequeño Libro Rojo de Mao: Una historia global contiene muchas cosas de interés. En un ensayo programático introductorio, Alexander C. Cook compara al libro del líder chino con una “bomba atómica espiritual” y considera la lluvia radiactiva global que produjo. Al mostrar cómo el libro refleja la influencia del canto coral introducido en China por los misioneros cristianos del siglo 19, Andrew F. Jones ofrece una iluminadora narración del surgimiento de la canción popular maoísta. Tomando como su punto de inicio la distribución global del Pequeño Libro Rojo en más de cien países en los ocho meses entre octubre  de 1966 y mayo de 1967, Xu Lanjun examina el proceso de traducción en el contexto de las ideas maoístas de revolución global. Quinn Slobodian discute el impacto que el libro tuvo en Alemania Occidental y Oriental. En el ensayo final, Ban Wang considera el Pequeño Libro Rojo y a “la religión como política” en China. En otros lugares, se discute la influencia del Libro Rojo en Tanzania, India, Perú, Albania y la ex Unión Soviética.

En mi opinión, las contribuciones más iluminadoras son las de Slobodian y Wang. Al distinguir entre  “libros insignia” y “libros de marca”, Slobodian define los primeros como “libros que expresan su significado mediante su forma exterior”, mientras los libros de marca son “mercancías que se consumen dentro del espacio del mercado”. En Alemania Occidental a fines de los años sesenta, el Pequeño Libro Rojo “parecía al mismo tiempo un accesorio del movimiento clásico de los trabajadores y una mercancía de moda para la elite educada”. En los teatros, durante los intermedios, había bandejas de vidrio “llenas de las lindas biblias de Mao (a dos marcos cada una)”. Como mercancía anti-consumista, el libro se convirtió en “una marca de distinción social al interior de un mercado comercial”.

Para Wang, el libro “representaba una autoridad bíblica y emanaba un aura sagrada”. Durante la Revolución Cultural, para la gente en China las sesiones de estudio eran una parte inevitable de la vida diaria. Estas sesiones, que involucraban “confesiones rituales de los pensamientos errantes personales y el escribir todas las noches un diario dirigido a la autocrítica”, escribe el autor, “pueden ser vistas como una forma de adoctrinamiento basado en un texto, que recuerda la hermenéutica y el catecismo religiosos”, una “práctica cuasireligiosa de textos canónicos”.

No pasó mucho antes de que el Pequeño Libro Rojo y cualquiera conectado con él cayeran fuera del favor de las autoridades chinas. EN setiembre de 1971, Lin Biao —quien primero había promovido el uso de las citas de Mao en el ejército— murió en un accidente de aviación en circunstancias que nunca fueron apropiadamente explicadas. Condenado por distorsionar las ideas de Mao y ejercer una “influencia amplia y perniciosa”, el libro fue retirado de la circulación en febrero de 1979 y cien millones de ejemplares fueron destruidos.

Si fue usado como una biblia durante la Revolución Cultural, el Pequeño Libro Rojo tuvo una función algo similar para los devotos occidentales. En China, se creía que estudiar el libro capacitaba a los campesinos para controlar el clima. En Occidente, su eficacia práctica era más limitada. Entre la intelectualidad radical, proveía la fantasía de una revolución que les permitía olvidar que su influencia política era prácticamente inexistente. Ahora que China ha abrazado un tipo de capitalismo y se ha convertido en la segunda economía más grande del mundo, las ediciones originales se han convertido en una mercancía escasa. Actualmente, los pensamientos del gran líder se han unido a una colección de baratos bienes de colección: imanes de refrigerador, estuches de CD, encendedores y naipes, todos con el rostro de Mao, entre otras chucherías— y se han convertido en objetos cuyo único valor yace en el mercado comercial. El Pequeño Libro Rojo ahora ha alcanzado lo que parece ser su significado más duradero: como pieza kitsch capitalista.

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