Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

Desde la otra esquina:
Traducciones de artículos, entrevistas, etc.

Los zares, Stalin y Putin en el mismo hilo

Por Slavoj Žižek
Originalmente publicado como “Barbarism with a Human Face”, London Review of Books, v. 36, n. 9, abril 2014 (http://www.lrb.co.uk/v36/n09/slavoj-zizek/barbarism-with-a-human-face ). Traducido por Alberto Loza Nehmad.

Una y otra vez en los reportes televisivos sobre las protestas masivas en Kiev contra el gobierno de Yanukovich vimos imágenes de manifestantes que derribaban estatuas de Lenin. Era una manera fácil de demostrar cólera: las estatuas funcionaban como un símbolo de la opresión soviética, y la Rusia de Putin es percibida como continuación de la política soviética de dominación rusa sobre sus vecinos. Téngase en mente que fue solo en 1956 que las estatuas de Lenin empezaron a Proliferar en toda la Unión Soviética: hasta entonces, las estatuas de Stalin eran mucho más comunes. Después de la denuncia “secreta” de Krushcev contra Stalin en el 20º Congreso del Partido Comunista, las estatuas de Stalin fueron reemplazadas en masa por las de Lenin: Stalin literalmente era re-emplazado por Lenin. Esto se puso igualmente claro por medio de un cambio de 1962 en la cabecera de Pravda. Hasta entonces, en la esquina izquierda de la primera plana había habido dos perfiles, el de Lenin y el de Stalin, lado a lado. Poco después de que el 22º Congreso rechazara públicamente a Stalin, su perfil no fue solamente retirado sino reemplazado por un segundo perfil de Lenin: ahora había dos Lenin idénticos impresos lado a lado. De un modo, esta extraña repetición hizo más presente que nunca a Stalin, mediante su ausencia.

Había, no obstante, una ironía histórica al ver a los ucranianos derribando estatuas de Lenin como una señal de su voluntad de romper con la dominación soviética y afirmar su soberanía nacional. La edad dorada de la identidad nacional ucraniana no se dio en la Rusia zarista —cuando se frustró la autodeterminación nacional ucraniana— sino en la primera década de la Unión Soviética, cuando la política soviética en una Ucrania agotada por la guerra y la hambruna fue la “indigenización”. La cultura y el idioma ucranianos fueron revitalizados, y se introdujo los derechos a la salud, educación y seguridad social. La indigenización seguía los principios formulados por Lenin en términos nada ambiguos:

El proletariado no puede sino luchar contra la retención forzosa de las naciones oprimidas al interior de las fronteras de un estado dado, y esto es exactamente lo que significa la lucha por el derecho a la autodeterminación. El proletariado debe exigir el derecho a la secesión política de las colonias y al de las naciones que “su propia” nación oprime. A menos que haga esto, el internacionalismo proletario permanecerá siendo una frase sin sentido; la confianza mutua y la solidaridad de clase entre los trabajadores de las naciones opresoras y oprimidas será imposible.

Lenin permaneció leal a esta posición hasta el final: inmediatamente después de la Revolución de Octubre, cuando Rosa Luxemburg sostenía que a las naciones pequeñas deberían se les debería otorgar plena soberanía solo si las fuerzas progresistas predominarían en el nuevo estado, Lenin estaba a favor de un derecho incondicional a la secesión.

En su última lucha contra el proyecto de Stalin de una Unión Soviética centralizada, Lenin nuevamente defendió el derecho incondicional de las naciones pequeñas a separarse (en este caso, Georgia estaba en juego), insistiendo en la soberanía plena de las entidades nacionales que componían el estado soviético; no sorprende que el 27 de setiembre de 1922, en una carta al Buró Político, Stalin acusara a Lenin de “nacional-liberalismo”. La dirección en la que Stalin ya estaba yendo es clara a partir de su propuesta de que el gobierno de la Rusia soviética también debería ser el gobierno de otras cinco repúblicas (Ucrania, Bielorrusia, Azerbaiyán, Armenia y Georgia):

Si la decisión presente es confirmada por el Comité Central del PCUS, no será hecha pública, sino comunicada a los Comités Centrales de las Repúblicas para que circule entre los órganos soviéticos, los Comités Ejecutivos Centrales o los Congresos de los Soviets de las dichas repúblicas antes de la convocatoria del Congreso PanRuso de los Soviets, donde será declarada como el deseo de estas repúblicas.

La interacción de la autoridad superior, el Comité Central, con su base fue de este modo abolida: la autoridad superior ahora simplemente imponía su voluntad. Para añadir un insulto a la herida, el Comité Central decidió que la base pediría a la autoridad superior que proclamase tal decisión, como si fuese el deseo de las bases. En el caso más conspicuo, en 1939, los tres estados bálticos pidieron unirse a la Unión Soviética, la que les otorgó su deseo. En todo esto, Stalin retornaba a la política zarista prerrevolucionaria: la colonización rusa de Siberia en el siglo 17 y la del Asia musulmana en el 19 ya no fue condenada como una expansión imperialista, sino celebrada por poner a estas sociedades tradicionales en el camino de la modernización progresista. La política exterior de Putin es una clara continuación de la línea zarista-estalinista. Después de la Revolución Rusa, según Putin, los bolcheviques causaron serios daños a los intereses de Rusia: “Los bolcheviques, por un número de razones —que Dios los juzgue— añadieron grandes secciones del histórico Sur de Rusia a la República de Ucrania. Esto se hizo sin considerar la composición étnica de la población, y hoy estas áreas forman parte del sureste de Ucrania”.

No sorprende que los retratos de Stalin se desplieguen nuevamente en los desfiles militares y las celebraciones públicas, mientras Lenin ha sido obliterado. En una encuesta de opinión realizada en 2008 por la estación Rusia TV, se votó por Stalin como el tercer más grande ruso de todos los tiempos, con medio millón de votos. Lenin vino en un distante sexto lugar. Stalin es celebrado no como comunista, sino como un restaurador de la grandeza rusa después de la “desviación” antipatriótica de Lenin. Recientemente, Putin usó el término Novorossiya (NovoRusia) para  los siete oblasts del sureste de Ucrania, resucitando un término usado por última vez en 1917.

Pero la sumergida corriente leninista, aunque reprimida, persistió en la subterránea oposición comunista a Stalin. Mucho antes que Solzjenitsyn, como Christopher Hitchens escribió en 2011, “las preguntas cruciales acerca del Gulag estaban siendo hechas por oposicionistas de izquierda, desde Boris Souvarine hasta Victor Serge y C. L. R. James, en tiempo real y con un gran peligro”. Esos valientes y proféticos herejes de cierto modo han sido borrados de la historia (ellos esperaban algo mucho peor, y a menudo lo recibieron). “Esta disensión interna era una parte natural del movimiento comunista, en claro contraste con el fascismo. No hubo ningún disidente en el Partido Nazi —continúa Hitchens— que arriesgara su vida por la propuesta de que el Führer había traicionado la verdadera esencia del Nacional Socialismo”. Precisamente debido a esta tensión en el corazón mismo del movimiento comunista, el lugar más peligroso para estar en el momento de las purgas de los años 30 era la cima de la nomenklatura:

en el espacio de un par de años, el 80 por ciento del Comité Central y del liderazgo del Ejército Rojo fueron fusilados. Otra señal de disensión  se pudo detectar en los últimos días del “socialismo realmente existente”, cuando las multitudes que protestaban cantaban canciones oficiales, himnos nacionales incluidos, para recordarle al poder sus promesas incumplidas. En la RDA, en contraste, entre inicios de los 70 y 1989, cantar el himno nacional en público era un delito penal: sus palabras (Deutschlan einig Vaterland, Alemania, la Patria unida) no se ajustaba a la idea de Alemania Oriental como una nueva nación socialista.

La resurgencia del nacionalismo ruso ha causado que ciertos acontecimientos históricos se reescriban. Una reciente película biográfica, Almirante, de Andrei Kravchuk, celebra la vida de Aleksandr Kolchak, el comandante blanco que gobernó Siberia entre 1918 y 1920. Pero vale la pena recordar el potencial totalitario, así como la abierta brutalidad, de las fuerzas contrarrevolucionarias blancas durante este período. Si los Blancos hubieran ganado la Guerra Civil. Escribe Hitchens, “la palabra común para fascismo habría sido rusa, no la actual italiana… El general William Graves, quien comandó la Fuerza Expedicionaria Estadounidense durante la invasión de Siberia en 1918 (un acontecimiento meticulosamente eliminado de todos los textos norteamericanos), escribió en sus memorias acerca del antisemitismo omnipresente y letal que dominaba a la derecha rusa y añadía: ‘Dudo si la historia mostrará a algún país en el mundo de los últimos cincuenta años donde el asesinato haya podido ser cometido con tanta seguridad y con menos peligro de castigo que en Siberia durante el reinado del almirante Kolchak’ ”.

Toda la derecha neofascista europea (en Hungría, Francia, Italia, Serbia) apoya firmemente a Rusia en la actual crisis ucraniana, desmintiendo la mentira de la presentación oficial rusa del referendo de Crimea como una elección entre la democracia rusa y el fascismo ucraniano. Los acontecimientos de Ucrania —las protestas masivas que derribaron a Yanukovich y su pandilla— deberían ser entendidos como una defensa contra el oscuro legado resucitado por Putin. Las protestas fueron desencadenadas por la decisión del gobierno de Ucrania de priorizar las buenas relaciones con Rusia por encima de la integración de Ucrania en la Unión Europea. Predeciblemente, muchos izquierdistas antiimperialistas reaccionaron ante las noticias tratando condescendientemente a los ucranianos: qué engañados están todavía por idealizar a Europa, sin ser capaces de ver que unirse a la UE solamente haría de Ucrakia una colonia económica de Europa Occidental que tarde o temprano iría en la misma dirección que Grecia. En realidad, los ucranianos están lejos de ser ciegos ante la realidad de la UE. Ellos son totalmente conscientes de sus problemas y disparidades: su mensaje es simplemente que su propia situación es mucho peor. Europa puede tener problemas, pero son los problemas del rico.

¿Deberíamos, entonces, simplemente apoyar el lado ucraniano del conflicto? Hay una razón “leninista” para hacerlo. En los últimos escritos de Lenin, mucho después de que renunciara a la utopía de El Estado y la revolución, exploró la idea de un proyecto modesto, “realista”, para el bolchevismo. Debido a l subdesarrollo económico y al retraso cultural de las masas rusas, sostiene él, no hay manera de que Rusia “pase directamente al socialismo”: todo lo que el poder soviético puede hacer es combinar la política moderada del “capitalismo estatal” con la intensa educación cultural de las masas campesinas; no el lavado de cerebro de la propaganda, sino una imposición paciente y gradual de los estándares civilizados. Los hechos y las cifras revelaban “la vasta dimensión del trabajo que aún tenemos que hacer para alcanzar el estándar de cualquier  país civilizado de Europa Occidental… Debemos tener en mente la ignorancia semiasiática de la que todavía no nos hemos arrancado”. ¿Podemos pensar de la referencia de los manifestantes ucranianos a Europa como una señal de que su meta, también, es “alcanzar el estándar de cualquier país civilizado de Europa Occidental?

Pero en este punto las cosas rápidamente se ponen complicadas. ¿Qué representa, exactamente, la Europa a la que los manifestantes ucranianos se refieren? Esto no puede ser reducido a una idea única: abarca elementos nacionalistas e inclusive fascistas, pero se extiende también a la idea de lo que Etienne Balibar llama égaliberté, ‘igualibertad’, libertad en igualdad, la contribución única de Europa al imaginario político global, aún si su práctica hoy en día es mayoritariamente traicionada por las instituciones europeas y los mismos ciudadanos. Entre estos dos polos hay también una inocente confianza en el valor del capitalismo liberal-democrático europeo. Europa puede ver en las protestas ucranianas sus propios lados mejores y peores, su universalismo emancipador tanto como su oscura xenofobia.

Comencemos por la oscura xenofobia. La derecha nacionalista ucraniana es un ejemplo de lo que está sucediendo actualmente desde los Balcanes hasta Escandinavia, desde Estados Unidos hasta Israel, desde el África Central hasta la India: están explosionando las pasiones étnicas y religiosas, y retrocediendo los valores de la Ilustración. Estas pasiones siembre han estado ahí, acechando; lo que es nuevo es la abierta desvergüenza de su despliegue. Imagina una sociedad que ha integrado completamente en sí misma los más grandes axiomas de la libertad, igualdad, el derecho a la educación y el cuidado de la salud para todos sus miembros, y en la cual el racismo y el sexismo han sido convertidos en inaceptables y ridículos. Pero luego imagina que, paso a paso, aunque la sociedad continúa aceptando de boca para afuera estos axiomas, estos son vaciados de su sustancia. Aquí hay un ejemplo de la más reciente historia europea: en el verano de 2012, Viktor Orbán, el primer ministro húngaro, de derecha, declaró que era necesario un nuevo sistema económico en Europa Central. “Esperemos —declaró— que Dios nos ayude y no tengamos que inventar un nuevo tipo de sistema político en lugar de la democracia que tendría que ser introducido en aras de la supervivencia económica… La cooperación es una cuestión de fuerza, no de intención. Quizá haya países donde las cosas no funcionan de esa manera, por ejemplo, en los países escandinavos, pero una chusma medio asiática como lo somos puede unirse solo si hay fuerza”.

Loa ironía de estas palabras no se les pasó a algunos viejos disidentes húngaros: cuando el ejército soviético se movilizó hacia Budapest para aplastar el levantamiento de 1956, el mensaje repetidamente enviado a Occidente por los asediados líderes húngaros era que estaban defendiendo a Europa contra los comunistas asiáticos. Ahora, después del colapso del comunismo, el gobierno cristiano-conservador pinta como su principal enemiga a la democracia consumista liberal que actualmente representa Europa Occidental. Osbán ya expresó su simpatía por un “capitalismo con valores asiáticos”; si continúa la presión europea sobre Orbán, podemos fácilmente imaginarlo enviando un mensaje a Oriente: “¡Aquí estamos defendiendo Asia!”.

EL populismo antiinmigrante de hoy ha reemplazado a la barbarie directa por una barbarie que tiene un rostro humano. Decreta una regresión de la ética cristiana de “ama a tu prójimo” hacia el pagano privilegiar la tribu por encima de un Otro bárbaro. Inclusive si se presenta como una defensa de los valores cristianos, es en realidad la más grande amenaza contra el legado cristiano. “Los hombres que empiezan a luchar contra la Iglesia en nombre de la libertad y la humanidad— escribió G.K. Chesterton hace cien años— terminan arrojando lejos la libertad y la humanidad aunque sea sólo para seguir luchando contra la Iglesia… Los secularistas no han arruinado las cosas divinas; pero los secularistas han arruinado las cosas seculares, si esto les sirve de algún consuelo”. ¿No pasa lo mismo con los defensores de la religión también? Los defensores fanáticos de la religión empiezan atacando la cultura secular contemporánea; no es una sorpresa cuando terminan renunciando a toda experiencia religiosa significativa. De manera similar, muchos guerreros liberales están tan ansiosos de luchar contra el fundamentalismo antidemocrático que terminan lanzando lejos la libertad y la democracia con tal de que puedan luchar contra el terror. Los “terroristas” puedan estar listos para destrozar este mundo por su amor por otro diferente, pero los guerreros contra el terror están igualmente tan listos para destruir su propio mundo democrático por odio al otro musulmán. Algunos de ellos aman tanto la dignidad humana que están dispuestos a legalizar la tortura para defenderla. Los defensores de Europa ante la amenaza inmigrante están haciendo en gran parte lo mismo. En su celo para proteger el legado judeo-cristiano, están dispuestos a renunciar a lo que es lo más importante de ese legado. Los defensores antiinmigrante de Europa, no las multitudes nocionales de inmigrantes que esperan invadirla, son la verdadera amenaza contra Europa.

Una de las señales de esta regresión es el pedido, a menudo oído entre la nueva derecha europea, de una visión más “balanceada” de los dos “extremismos”, el de derecha  y el de izquierda. Repetidamente se nos dice que uno debería tratar a la extrema izquierda (el comunismo) de la misma manera como Europa después de la Segunda Guerra Mundial trató a la extrema derecha (los fascistas derrotados). Pero en realidad no hay ningún equilibrio aquí: igualar fascismo y comunismo secretamente privilegia al fascismo. Así se escucha a la derecha sostener que el fascismo copió al comunismo: antes de convertirse en fascista, Mussolini fue socialista. Hitler, también, era un nacional-socialista; los campos de concentración y la violencia genocida fueron características de la Unión Soviética una década antes de que los nazis recurrieran a ellos; la aniquilación de los judíos tiene un claro precedente en la aniquilación de la clase enemiga, etc. El punto de estos argumentos es afirmar que un fascismo moderado fue una respuesta justificada a la amenaza comunista (punto expuesto hace mucho por Ernst Nolte en su defensa del involucramiento de Heidegger con el nazismo). En Eslovenia, la derecha está defendiendo la rehabilitación de la Guardia Nacional anticomunista que luchó contra los partisanos en la Segunda Guerra Mundial: ellos tomaron la difícil opción de colaborar con los nazis con el fin de impedir el más grave mal del comunismo.

Los liberales de la corriente mayoritaria nos dicen que cuando los valores democráticos básicos están najo la amenaza de los fundamentalistas religiosos o étnicos, deberíamos unirnos detrás de la agenda liberal-democrática, salvar lo que se pueda salvar, y dejar de lado los sueños de una transformación social más radical. Pero hay una falla fatal en este llamado a la solidaridad: ignora la manera en la que el liberalismo y el fundamentalismo son cogidos en un círculo vicioso. Es el intento agresivo de exportar la permisividad liberal lo que causa que el fundamentalismo reaccione vehementemente y se afirme. Cuando escuchamos a los políticos actuales ofrecernos una elección entre la libertad liberal y la opresión fundamentalista, y triunfantemente hacer la pregunta retórica, “¿Quieren que se excluya a las mujeres de la vida pública y se les prive de sus derechos? Quieren que todo crítico de la religión sea penado con la muerte?”, lo que nos debería llamar a sospecha es la misma evidencia manifiesta de la respuesta: ¿quién querría eso? El problema es que el universalismo liberal desde hace mucho ha perdido la inocencia. Lo que Max Horkheimer decía del capitalismo y el fascismo en los años 30 se aplica hoy en un diferente contexto: los que no quieren criticar a la democracia liberal deberían también mantenerse callados acerca del fundamentalismo religioso.

¿Y qué de la suerte del sueño liberal-democrático capitalista europeo en Ucrania? No está claro qué le espera a Ucrania al interior de la UE. A menudo he mencionado la bien conocida broma de la última década de la Unión Soviética, pero no podría ser más pertinente. Rabinovitch, un judío, quiere emigrar. El burócrata de la oficina de emigración le pregunta por qué, y Rabinovitch responde: “Dos razones. La primera es que temo que el comunismo pierda el poder en la Unión Soviética, y que el nuevo poder culpe a los judíos por los crímenes de los comunistas”. “Pero eso es pura tontería — interrumpe el burócrata—. Nada puede cambiar en la Unión Soviética, ¡el poder de los comunistas durará por siempre!”. “Bien — replica Rabinovitch—. Esa es mi segunda razón”. Imagina una conversación equivalente entre un ucraniano y un administrador de la UE. El ucraniano se queja: “Hay dos razones por las que estamos en pánico aquí en Ucrania. Primero, tememos que bajo presión rusa, la UE nos abandonará y dejará que nuestra economía colapse”. El administrador de la UE interrumpe: “Pero puedes confiar en nosotros, no los abandonaremos. En realidad, nos aseguraremos de encargarnos de tu país y de decirles qué hacer”. “Bien —replica el ucraniano—. Esa es mi segunda razón”. El asunto no es si Ucrania es digna de Europa y lo suficientemente buena para entrar a la UE, sino si la Europa actual puede cumplir las aspiraciones de los ucranianos. Si Ucrania termina con una mezcla de fundamentalismo étnico y de capitalismo liberal, con oligarcas manejando los hilos, será tan europea como lo es Rusia (o Hungría) hoy (demasiado poca atención se dedica al rol desempeñado por los varios grupos de oligarcas —los pro-rusos y los pro-europeos—en los acontecimientos de Ucrania).

Algunos comentaristas políticos sostienen que la UE no ha apoyado lo suficiente a Ucrania en su conflicto con Rusia, que la respuesta de la UE a la ocupación rusa y anexión de Crimea fue tibia. Pero hay otro tipo de apoyo que ha estado aún más conspicuamente ausente: la propuesta de cualquier estrategia factible de romper el entrampamiento. Europa no estará en ninguna posición de ofrecer tal estrategia hasta que renueve su promesa al núcleo emancipador de su historia. Solo dejando atrás el descompuesto cadáver de la vieja Europa podremos mantener vivo el legado europeo de la égaliberté. No son los ucranianos los que deberían aprender de Europa: Europa tiene que aprender a vivir a la altura del sueño que motivó a los manifestantes de la Maidán. La lección que los temerosos liberales deberían aprender es que solo una izquierda más radical puede salvar lo que vale la pena salvar hoy del legado liberal.

Los manifestantes de la Maidan fueron héroes, pero la verdadera lucha —la lucha por lo que será la nueva Ucrania— comienza ahora, y será mucho más dura que la lucha contra la intervención de Putin. Un nuevo y más arriesgado heroísmo será necesario. Ya ha sido demostrado por aquellos rusos que se oponen a la pasión nacionalista de su propio país y la denuncian como una herramienta del poder. Es tiempo para que se afirme la solidaridad básica de ucranianos y rusos, y que los se rechacen los mismos términos del conflicto. El siguiente paso es un despliegue público de fraternidad, con redes organizativas establecidas entre activistas políticos ucranianos y la oposición rusa al régimen de Putin. Esto puede sonar utópico, pero solo tal pensamiento puede conferirles a las protestas una dimensión verdaderamente emancipadora. De otro modo, quedaremos con un conflicto de pasiones nacionalistas manipuladas por los oligarcas. Tales juegos geopolíticos no tienen ningún interés para la política emancipadora auténtica.

Compartir en:
   
   
A A A
Boletín semanal
Mantente al tanto de las novedades ¿Quieres ver nuestro boletín actual?
Ingresa por aquí
Suscríbete a nuestro boletín y recibe noticias sobre publicaciones, presentaciones y más.