Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

Desde la otra esquina:
Traducciones de artículos, entrevistas, etc.

El hombre a quien se le amputó la memoria

Por Mike Jay
Originalmente publicado como “Argument with Myself”, London Review of Books, mayo 2013 (www.lrb.co.uk/v35/n10/mike-jay/argument-with-myself ). Traducido por Alberto Loza Nehmad.

Reseña del libro de Suzanne Corkin, Permanent Present Tense: The Man with No Memory, and What He Taught the World (Tiempo presente permanente: el hombre sin recuerdos y qué pensaba del mundo (Allen Lane, 346 pp, ISBN 978 1 84614 271 0)

La memoria crea nuestra identidad, pero también presenta la ilusión de un ser individual coherente: un recuerdo no es una cosa sino un acto que se altera y reacomoda incluso cuando se lo recuerda. Aunque algunas de sus operaciones pueden ser entrenadas hasta un nivel asombroso, la mayor parte de ellas tiene lugar autónomamente, más allá del alcance de la mente consciente. A medida que envejecemos, se distorsiona y acorta: la experiencia presente se hace más difícil de imprimirse en la mente, y el pasado largamente olvidado parece acercarse; recordar la vida universitaria se hace más fácil, recordar por qué bajaste las gradas se hace más difícil. Sin embargo, si de algún modo fuéramos a congelar nuestra memoria en el pico juvenil de su fortaleza, alrededor del final de la veintena, no crearíamos una versión pulida de nosotros análoga a un cuerpo juvenil, sino un primer borrador parchado compuesto de recuerdos de la niñez y del aprendizaje escolar, apenas reconocible por nosotros en tanto seres de edad adulta.

Algo como esto le sucedió al caso más famoso de amnesia de la ciencia del siglo XX, un hombre conocido solo como “H. M.” hasta su muerte en 2008. Cuando él tenía 27 años, una desastrosa operación cerebral destruyó su capacidad de formar nuevos recuerdos, y vivió por los siguientes 55 años en una cinta sinfín rodante, constante, de treinta segundos de consciencia, un “tiempo presente permanente”. Durante este tiempo, fue sujeto a miles de horas de pruebas, de las cuales naturalmente no tenía ningún recuerdo; suministró datos para cientos de artículos científicos y se convirtió en el tema de un libro (El fantasma de la memoria, de Philip Hilts) y en materia del periodismo de popularización científica; en la década de los 90 las imágenes digitales de su singularmente desfigurado hipocampo aparecieron en casi todo trabajo estándar sobre la neurociencia de la memoria. Desde su muerte, su cerebro ha sido cortado en 2041 tajadas, cada una de 70 micrones de ancho, comparadas, según una descripción, con las tajaditas de kion (gengibre) que se sirven con el sushi. Suzanne Corkin, neurocientífica del MIT, lo conoció en 1962 y después de 1980 se convirtió en su principal investigadora y “única encargada”. Tiempo presente permanente es la historia de Henry Gustave Molaison —su identificación completa puede ser finalmente revelada— y de la contribución histórica que él hizo a la ciencia.

Corkin tenía toda una reputación por su cuidado estricto del acceso a Henry, una acusación que ella acepta felizmente: “Yo no quería que él se convirtiera en un espectáculo: el hombre sin memoria”. Después de que muriera su madre, sus últimos 30 años los pasó en una casa de retiro de Connecticut en estricto anonimato, con personal juramentado en el secreto y con la prohibición de filmarlo. Más de cien cuidadosamente seleccionados investigadores fueron admitidos en el curso de los años para que hicieran escaneos cerebrales y pruebas cognitivas, pero nunca se les dijo su nombre. La lúcida y bien organizada narración de Corkin fusiona la íntima  historia de un caso con una presentación del entendimiento científico actual y cómo se llegó a él.

La operación de Henry fue hecha en una época de libre experimentación en búsqueda de la idea de que los recuerdos eran fotos indelebles de la experiencia sentida, almacenadas en secuencia cronológica como los cuadros de un filme de celuloide. A lo largo del curso de las décadas de Henry como sujeto de pruebas, el campo fue colonizado por la teoría de la información y los procesos de la memoria fueron divididos como los de una computadora en codificación, almacenamiento y recuperación. Ahora, el escaneo postmortem y el mapeo del cerebro de Henry está mostrando la artificialidad de estas divisiones y revelando complejidades que ningún computador puede emular.

Henry tuvo su primer episodio epiléptico en 1936, a la edad de diez años; para 1953, sus convulsiones se habían hecho crecientemente frecuentes y debilitantes. Su médico familiar lo refirió a William Beecher Scoville, un reconocido neurocirujano de la Escuela de Medicina de Yale. Cuando las dosis masivas de medicamentos fracasaron en detener sus ataques y los electroencefalogramas no revelaron ningún lugar obvio de daño cerebral, Scoville sugirió un novedoso procedimiento quirúrgico. Usando un perforador para trepanaciones que él mismo había construido con autopartes, hizo dos agujeros del tamaño de una moneda cada uno, en el cráneo, “pasajes al cerebro de Henry”, y succionó la mayor parte de los lóbulos mediales temporales, la mitad delantera del hipocampo y la mayor parte de la amígdala. Después de su recuperación, las convulsiones de Henry eran significativamente reducidas, pero pronto se hizo evidente que la operación lo había vaciad de todo recuerdo de su estada en el hospital, y ciertamente de la mayoría de acontecimientos de los años más recientes. Catastróficamente, también había creado una amnesia global anterógrada: la pérdida de la capacidad de formar nuevos recuerdos de cualquier tipo.

Los agujeros perforados por Scoville para exponer el cerebro de Henry ante sus instrumentos quedan como una macabra metáfora de la ciencia en la que se basaba la operación: pequeñas áreas de iluminación rodeadas por una desconocida extensión de oscuridad. En 1953, se creía que el hipocampo era meramente el soporte para el sentido del olfato: su rol en la memoria era insospechado. Pero la neurocirugía parecía estar alejando la oscuridad a una velocidad asombrosa. La inspiración para el trabajo de Scoville era el cirujano e investigador canadiense Wilder Penfield, pionero de las intervenciones quirúrgicas para la epilepsia en la Universidad McGill en los años 30. Penfield había descubierto que al colocar un electrodo sobre los cerebros de los pacientes cuando estaban conscientes y con anestesia local,  él a veces podía identificar la fuente de sus convulsiones. Pero la técnica también producía algunas respuestas inesperadas, inclusive milagrosas. Cuando el electrodo pasaba por los lóbulos temporales, los pacientes se contorsionaban, vocalizaban y describían sensaciones extrañas, y algunos experimentaban flashes de recuerdos tales como escenas de la niñez o canciones largamente olvidadas.

Al ubicar los sitios que provocaban estas respuestas, Penfield generó mapas cerebrales que lo condujeron a nuevas teorías de “localización funcional”. Plenamente financiado, primero por las agradecidas familias de los pacientes cuya epilepsia había aliviado, y después por la Fundación Rockefeller, se expandió, de la cirugía remedial a un fascinante programa de investigación, enseñanza y experimentación. Si teatro de operaciones fue provisto de cámaras y aparatos de electroencefalografía, y trabajó intensivamente con sus “pacientes de la memoria” para cosechar sus recuerdos y hacerlos corresponder con el momento en que se formaron. Toda experiencia, llegó a creer, estaba perfectamente preservada en la memoria y era perfectamente recuperable: una “biblioteca de varios volúmenes”, organizada en un registro ordenado a lo largo del “hilo del tiempo”.

El trabajo de Penfield le sugirió a Scoville que las convulsiones de Henry podían estar localizadas en los lóbulos temporales, pero esto también exponía el riesgo de operar en ellos. Hacia 1953, Penfield había establecido un procedimiento estándar para los pacientes epilépticos: una lobotomía temporal parcial. En la cual se extraía la corteza del lóbulo temporal junto con tejido más profundo de la amígdala y el hipocampo. La tasa de éxito del procedimiento era impresionante, pero en dos pacientes; “F. C.” y “P. B.”, por alguna razón había producido amnesia severa. Extensas pruebas cognitivas realizadas en ambos habían comenzado a esbozar el rol del hipocampo en la formación de la memoria; estos alarmantes y no predichos casos, sin embargo, ¿deberían haber detenido la mano de Scoville? Corkin acepta que los peligros y abusos de la psicocirugía se hicieron más conspicuos hacia inicios de los 50, pero advierte contra la condena a posteriori: “Scoville probablemente salvó la vida de Henry, aún si le quitó la memoria”.

Parece que el juicio de Scoville sobre él mismo fue más duro. Su nieto, al escribir sobre la vida y muerte de Henry, caracterizó a Scoville en los inicios de su carrera como alguien inclinado a los riesgos y amante de los autos rápidos, una historia de malabares y hazañas de escuela de medicina, un desdén por la teoría freudiana y una confianza sin límites de que las ciencias del cerebro estaban por derribarla: el estereotipo del neurocirujano de la posguerra. Pero nunca repitió el procedimiento, y más tarde en su vida admitió que había sido un “trágico error”. Hacia la década de 1970, debatía contra los implantes neuronales basándose en que “somos más conscientes de los efectos desastrosos que a veces ocurren en la neurocirugía”.

Por el largo resto de su vida Henry fue insípidamente inconsciente de su propia historia. Con toda voluntad estaba dispuesto a decir que tenía “muchos problemas para recordar las cosas”; si se lo presionaba, podía especular que “posiblemente haya tenido una operación o algo así”. Su corto plazo de consciencia conducía a una conducta repetitiva —hacer la misma observación repetidamente o comer mecánicamente dos almuerzos seguidos— pero su conversación se caracterizaba por una gentil agudeza, y por intercambios curiosos, que jugaban con las palabras y que parecían poner a prueba cada afirmación según sus posibles significados (Corkin comentaba sobre el gusto de Henry por las palabras cruzadas llamándolo “el rey del acertijo”, él respondía, “¡Yo soy un enigma!”). Tenía ocasionales episodios de frustración, cólera o pánico, pero usualmente tenía un buen ánimo y aceptaba la escena que lo rodeaba. En muchos respectos mostraba la serenidad y alejamiento prometidos por el ideal budista de vivir el ahora, liberado de arrepentimientos por el pasado o de ansiedades por el futuro. Ciertamente estaba más contento que su más extremo opuesto, Solomon Shereshevsky, el tema de La mente de un mnemonista, de A. R. Luria. La incapacidad de olvidar Shereshevsky se convirtió en un tormento destructor de la vida. “La huella de la memoria —observa Corkin— puede sentirse como una pesada cadena que nos mantiene encerrados en las identidades que nos hemos creado”. En contraste, Henry estaba “libre de las amarras que nos mantienen anclados en el tiempo”, aunque Corkin también se pregunta si la falta de ansiedad y de agitación emocional podría deberse a la pérdida parcial de la amígdala.

Era infortunado que la condición de Henry le permitiera tolerar sin quejas toda una vida de las pruebas intensivas que constituyen gran parte del libro de Corkin: escaneos físicos que progresaron de electroencefalogramas a tomografías cerebrales, de resonancias magnéticas a pruebas cognitivas acerca de todo, desde los lapsos de memoria y atención hasta sus reacciones, cociente de inteligencia, reconocimiento de imágenes, aprendizaje de laberintos, condicionamientos reflejos, aprendizaje perceptivo, tolerancia al dolor y fluidez verbal. Aunque respondía a cada prueba como si fuese la primera, quizá pudo haber desarrollado una vaga resaca de déjà vu; una vez le dijo a un investigador, con su característica gracia: “Uno solamente vive y aprende. Yo vivo; usted aprende”. ¿Recordaba, por ejemplo, sus sueños? A menudo los contaba si se le preguntaba justo después de despertar, pero Corkin sospecha que estaban confabulados: los sueños de verdad deben haber tenido lugar por lapso más largo que el de su ventana de 30 segundos de recuerdo. El monitoreo por electroencefalograma mostraba que él informaba de sueños provenientes de períodos REM y no REM de sueño, y su daño cerebral pudo haber significado que él no soñara en absoluto.

El arrebatarle “sueños” a los escondrijos de su mente despierta era coherente con las maneras en las que Henry, siempre inteligente y perceptivo, se hizo experto en llenar los huecos de su memoria con corazonadas y agudas conjeturas. A veces esto confundía a sus investigadores: un día dejó sorprendida a Corkin porque sabía que estaba en los laboratorios del MIT, solo para decirle que había deducido su ubicación por la camiseta de un estudiante que pasaba por ahí. Cuando se le hacia una preguntaba sobre algo más allá de su memoria, a menudo hacía una pausa y luego respondía, “Estoy teniendo una discusión conmigo”: se le venía a la mente un rango de respuestas posibles, fuera por intuición, recuerdos parciales o una sospecha informada, pero no tenía forma de decidir entre ellas. Aunque era incapaz de recordar eventos específicos, las rutinas regulares lo empujaban de maneras que eludían un reconocimiento consciente: al recorrer una ruta familiar, él podía ir por el camino correcto sin saberlo. Una situación que se repetía bastante a menudo parecía crear cierto esquema fantasma. En 1977, después de la muerte del padre de Henry, un investigador del laboratorio notó que Henry mantenía una nota para sí mismo, “La muerte de papá”, para anclar su recurrente sentimiento de ausencia.

Por cinco décadas, Henry se estableció como el experimentum crucis de un emergente modelo de la mente; como dice Corkin, “la pureza de su trastorno lo hizo el foco perfecto para la investigación sobre los mecanismos de la memoria en el cerebro humano”. Una y otra vez él suministró la prueba de que la memoria era un complejo de circuitos y sistemas, cada uno apoyado por substratos de diferentes áreas cerebrales. Su memoria de corto plazo funcionaba normalmente, salvo que él carecía de todo medio para preservarla; podía extenderse brevemente más allá de los treinta segundos con tareas tales como repeticiones y cálculos que usaban su memoria funcional o “lugar de trabajo mental”. Su memoria episódica era casi inexistente, inclusive para su vida antes de la operación: ésta resultaba ser un bricolage de rutinas familiares, locales y personajes, más que incidentes específicos. Su memoria semántica —hechos acerca del mundo, en oposición a incidentes de su vida— era más fuerte: aunque no podía recordar ninguno de sus cumpleaños de niñez, podía revisar los acontecimientos del crash de Wall Street de 1929. Podía adquirir nuevas formas de la memoria procedimental tales como habilidades motoras, y se adaptó contento a usar un andador más tarde en su vida. Mostró que la memoria declarativa —el almacenamiento y recuperación de hechos— dependía del hipocampo. La memoria no declarativa —“saber cómo”, más que “saber que”— funcionaba independientemente de las estructuras del lóbulo temporal que había perdido.

La muerte de Henry en 2008 puso en marcha una operación logística cuidadosamente planeada. Su cuerpo fue transferido de la carroza fúnebre a un escáner de resonancia magnética, donde se tomaron enormes imágenes de 11 gigabytes de su cerebro, luego fue llevado rápidamente al Hospital General de Massachussetts para la autopsia, donde los agujeros de la trepanación de Scoville aún eran apenas visibles cuando se abrió el cráneo del “más famoso cerebro del mundo”. Después de 53 horas de disección, transmitida en vivo por web, sus tajadas fueron congeladas y preservadas en un bloque de gelatina para su examen microscópico; una versión digital en 3D de alta resolución rota en un website dedicado. Pero ya se espera que su nivel de resolución neuronal contenga todas las respuestas. La visión de Wilder Penfield, de que cada célula “contenía” un recuerdo o algo percibido ha sido por largo tiempo abandonada, y el modelo basado en computadoras de almacenaje de un dominio específico está siendo crecientemente modificada por el idioma de las “propiedades emergentes” y del “sistema como una totalidad”. Como dice Corkin, “hemos aprendido, inicialmente de Henry, que la memoria no reside en un punto del cerebro”.

En la vida, también, la memoria más estudiada del mundo retuvo sus aspectos inescrutables. De tiempo en tiempo Henry inexplicablemente formaba nuevos recuerdos: “pequeñas islas”, como los llama Corkin, “como maderas flotantes que arriban a la playa de un mar vacío”. Repentinamente él sabía qué eran los lentes de contacto, o recordaba que el Skylab era un “atracadero en el espacio” donde la gente no conocía la gravedad. Estas anomalías pueden quizá indicar que los muñones vestigiales de los hipocampos de Henry eran ocasionalmente capaces de flamear débilmente hacia la vida; o quizá puedan indicar niveles desconocidos de neuroplasticidad que permiten que el cerebro reasigne las tareas de sus regiones dañadas; o quizá simplemente fueran sospechas inspiradas llegadas de maneras imposibles de describir y replicar, e invisibles al más fino escrutinio biológico.

Henry Molaison fue el mártir sacrificial de la memoria, aunque él permaneció en gran medida sin darse cuenta tanto de su propio sufrimiento como de las maneras en las cuales éste era dirigido para el bien común. En vida, fue un extraño para sí mismo; muerto, su cerebro es lo más cerca que la ciencia tiene a la reliquia de un santo. La triunfante develamiento de los secretos de la memoria es inseparable de la doble violación de su identidad: primero el acto por el cual su memoria le fue arrebatada, y luego el largo proceso por el cual ella se convirtió en propiedad de todo el mundo salvo él. Desde la muerte de Henry, nos dice Corkin, “he dedicado mi trabajo a vincular 55 años de abundantes datos conductuales con lo que aprenderemos de su cerebro autopsiado”. Su narración no es sentimental. Ella celebraba los cumpleaños de Henry y atesoró los objetos de artesanía que él le dio, al tiempo que reconocía que él nunca podría haber sentido más que un “vago sentido de familiaridad conmigo”. Cuando sus colegas expresaban su pena después de la muerte de Henry, ella se recordaba a sí misma: “mi interés en Henry... siempre había sido principalmente intelectual; “¿cómo si no podría explicar por qué había estado en una silla en el sótano del Hospital General de Massachusetts, extática de ver su cerebro expertamente retirado de su cerebro.

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