Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

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El gesto de Benedicto XVI que seculariza la Iglesia Católica

Por Paolo Flores d’Arcais

Originalmente publicado como “Benedetto XVI e quel gesto che secolarizza la chiesa”, el 16/03/13, en http://www.italialaica.it/news/rassegnastampa/39865.  Traducido por Alberto Loza Nehmad.


“No hay lugar para un Papa emérito”, declaró secamente Karol Wojtyla en el no lejano 1994, pero habrá uno a partir de las 20 horas del 28 de febrero de 2013, con efectos en cadena para la Iglesia Católica que son imposibles de exagerar. El gesto anunciado hace dos semanas por  Joseph Ratzinger, a partir de ahora simplemente ex Benedicto XVI, es de un coraje tal que a muchísimos cardenales y poderosos monseñores de la curia les parece sobre todo una temeridad que otros miran como un signo de debilidad lindante con la cobardía.

Es, en realidad, un gesto que tendrá el efecto histórico de desacralizar la figura del Pontífice, y que la alineará, en el imaginario futuro cercano de los fieles, con la de un gran líder religioso pero nada más. Resultado paradójico de las acciones de un papa que pudo ufanarse del éxito máximo (desde su punto de vista, obviamente) de haber llevado a cumplimiento la normalización en el sentido tradicionalista de la Iglesia post Concilio Vaticano II, ya iniciada por Wojtyla.

El papa no es solamente, como a menudo se dice, el último soberano absoluto, porque los soberanos absolutos que abdican ya no lo son más. El papa es, o mejor, era hasta ayer, un soberano absoluto dotado de un aura absolutamente incomparable a ojos de sus creyentes: el vicario de Cristo en la tierra, sustituto de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, vice-Dios, en suma. Pero un ex vice Dios no tiene ningún sentido, y el papa de Roma se convertirá en adelante solo en el “Primado” de una Iglesia, así como “primero entre pares” es el arzobispo de Canterbury, aunque con incontables fieles más que éste.

Doblemente paradójico, porque así termina por darle la razón a su antagonista histórico, Hans Küng, el más progresista de los Padres del Concilio Vaticano II, cuya influencia y recuerdo Ratzinger tuvo éxito en cancelar, pero sobre todo porque con su dimisión ha investido al Solio de Pedro de aquel “desencanto con el mundo” que caracteriza a la modernidad secularizada que su pontificado más bien ha combatido con fuerza, y también con significativos éxitos oscurantistas (como reconoce Habermas, por ejemplo). En suma, de ahora en adelante en la Iglesia Católica podrán convivir un Papa emérito y un Papa-Papa, este último en la plenitud de sus funciones, ciertamente (en la hipótesis de que el ex Papa en verdad haga vida de clausura), pero ya no más con un aura de calibre sagrado, perdido para siempre.

¿Por qué Ratzinger ha querido derribar el sentido tradicional, aparentemente inquebrantable, de un “confiar en Dios” aún en la más extrema debilidad física, con la certeza de que el Espíritu Santo habría compensado las insuficiencias humanas del Pastor? La larguísima agonía de Wojtyla es el ejemplo extremo, recientísimo y decisivo  de estos estándares, cuando el eslogan de los fieles, durante sus funerales, pedía: “¡Santo súbito!”; un caso, que parecía irrevocable, de la gran confianza  en el auxilio de la divina providencia.

Subrayando más bien sus propias insuficiencias, Ratzinger ha introducido, en lo que es “el bien de la Iglesia”, un humanísimo cálculo racional que de hecho redimensiona la superabundancia de los dones del Espíritu Santo, cuya ayuda especialísima al Sumo Pontífice le garantiza inclusive la sobrenatural infalibilidad cuando habla desde su cargo. Con la paradoja ulterior de que esta racionalidad mundana está acusada a media boca como una fuga cobarde de las responsabilidades que manchan hoy a los más mundanos y “traficantes” de Sus Eminencias.

 No debe pasarse por alto, de paso, que si el gesto de Ratzinger manifiesta modestia, deberíamos juzgar como arrogancia el comportamiento ostentosamente opuesto de Wojtyla, dilema del que se puede escapar solo mediante la hipocresía del pensamiento único, el cual, cuando se trata de cualquier papa, da un respiro solo para el encomio y como sustituto del beso en la pantufla, pero que no podrá esquivar esto por mucho tiempo.

¿Por qué, ahora, este gesto de indecible azar y peligrosidad? Benedicto XVI lo ha dicho con una claridad que se prefiere retirar: para el papa “es necesario también el vigor, tanto del cuerpo como del ánimo, vigor que, en los últimos meses ha disminuido en mí de modo tal que debo reconocer mi incapacidad de administrar bien el ministerio que se me ha confiado”.

He subrayado “ánimo” porque es la clave de la renuncia de Ratzinger, que se declara “muy consciente de la gravedad de este acto”. ¿En qué puede haberse sentido Benedicto “incapaz de administrar” el ministro petrino? Bajo su guía la Iglesia jerárquica se ha hecho más unida que nunca, no conoce más las laceraciones entre “progresistas” y “conservadores”, la última voz alejada del coro era la del cardenal Martini, la homogeneidad doctrinal del episcopado nunca había estado más inoxidable. Y también ante el “mundo”, el papa teólogo puede reclamar éxitos nada despreciables.

Hemos citado los elogios de Habermas (hoy el filósofo laico por excelencia). Podemos añadir la fascinación de los intelectuales como la muy laica Julia Kristeva en primer lugar (la lista es larga y deprimente), y por tanto el inesperado éxito que ha tenido la crítica antiilustración de Ratzinger cuando propuso a los no creyentes acogerse al principio “sicuti Deus daretur” —comportarse todos como si Dios existiese—, porque sin Dios y el principio ético conexo, toda la sociedad occidental estaría camino al precipicio.

Queda, entonces, solo una “incapacidad” por la que Benedicto pudo haber recitado el “mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa”: la administración de la Iglesia en el sentido más estrechamente curial del término. Las disputas entre cardenales que han transformado los interiores del Vaticano en un nido de víboras, la guerra de bandos que, entre los frescos de Miguel Ángel y Rafael, ve relucir los puñales y operar los venenos en la forma mortal de los expedientes secretos y las eminentísimas máquinas del fango.

Dos, sobre todo, son las “inmundicias” de la Iglesia (para usar el término de Ratzinger en el vía crucis de 2005) que dan pie a la pelea entre los birretes rojos: el escándalo de los curas paidófilos y el de la banca vaticana (IOR). Sexo y dinero, “auri sacra fames” [el hambre del dinero] y “hominum divomque voluptas” [el deleite del hombre y los dioses], las sempiternas seducciones de Mamón, ante las cuales el color púrpura, símbolo de la disposición al martirio, debería estar perfectamente inmune.

Pero la misma opción de Ratzinger, circunspecta y gradual, de destapar la olla de la paidofilia, y aquella más cauta y esbozada de sustraer al banco IOR del circuito de las “finanzas canallas” (cota de malla tejida de corrupción y lavados mafiosos) ha desencadenado una resistencia monstruosa que ha dado pie a un torbellino de maquinaciones. De otro lado, el único contraste que Ratzinger ha mostrado con Wojtyla concierne a la paidofilia (y el caso, no idéntico pero conexo, de los muy poderosos “Legionarios de Cristo” y de su líder, el infame Marcial Maciel Degollado, a quien no por casualidad Ratzinger “destruyó” apenas elevado al solio) sobre lo cual el cardenal del ex Santo Oficio insistentemente presionó al papa polaco para un cambio severo y de transparencia inicial; sin éxito, derrotado por una curia que había tenido a su merced a un papa incapacitado en los últimos años por la gravedad de su enfermedad. Espectro que seguramente ha tenido un rol en la decisión actual de Benedicto XVI.

Vatileaks ha sido solo la punta del iceberg, aquella que vemos nosotros, simples mortales, pero Benedicto XVI lo ha conocido todo entero en su devastadora vastedad, y el informe de los cardenales Herranz, Tomko y De Giorgi debe literalmente haberlo conmocionado. Tanto más que en todas las intrigas nauseabundas que “desfiguran el rostro de la Iglesia” está metido hasta el cuello su más estrecho colaborador desde los tiempos de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Tarcisio Bertone, el poderoso Secretario de Estado, quien, en cuanto a “individualismo y rivalidad” y el vano orgullo “de buscar el aplauso” y otras “inmundicias” estigmatizadas por Benedicto XVI durante la homilía del Miércoles de Ceniza, tiene pocos rivales en el palacio apostólico. Al punto que antes el fin de mes asumirá el pleno dominio de las finanzas vaticanas nombrando al presidente del IOR y expulsando a la comisión que controla el cardenal Attilio Nicora, el hombre de la apertura (bien que tímida) a la transparencia, poniendo con inaudita arrogancia al próximo papa frente a los hechos consumados.

En el destructivo encuentro en curso entre los bandos prelaticios, no se ha oído que Benedicto XVI escogiese uno. Tampoco la “red” rival de Bertone brilla por su santidad (su predecesor y archienemigo, el cardenal Sodano, ha sido uno de los protectores históricos de Degollado, por ejemplo). Benedicto XVI, frente a este rebalse subterráneo de “inmundicias” de la Iglesia se ha rendido, ha confesado su propia incapacidad, y ha elegido la única vía que le parece todavía eficaz: la oración.

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