Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

Desde la otra esquina:
Traducciones de artículos, entrevistas, etc.

La revolución china en el comercio mundial

Publicado originalmente como “New Trade Revolution”, Literary Review, Diciembre 2012 (http://www.literaryreview.co.uk/dikotter_12_12.php ). Traducido por Alberto Loza Nehmad.

Reseña del libro de Juan Pablo Cardenal and Heriberto Araújo, China's Silent Army: The Pioneers, Traders, Fixers and Workers Who Are Remaking the World in Beijing's Image (Allen Lane/The Penguin Press 357 pp.).


Una de las imágenes más cautivantes desde Victoria Peak en Hong Kong es el Mar del Sur de China, con sus verdes islas iridiscentes a la distancia en los días claros. Otro espectáculo llamativo es el incesante tránsito de barcos contenedores difundiendo “Made in China” por el resto del mundo. Uno no puede sino preguntarse si lo que hay en esos contenedores — sandalias de jebe, juguetes de plástico, lavatorios de hierro enlozado— terminará en un bazar de Marrakech o un mercado callejero de Croydon al sur de Londres. Los productos
baratos provenientes de la República Popular han estado dando vueltas por el mundo durante décadas, pero una nueva exportación está actualmente extendiendo la influencia global china: un ejército de  emigrantes dispuestos a establecer negocios en los lugares más improbables de todo el planeta. Juan Pablo Cardenal y Heriberto Araújo pararon dos años viajando por veinticinco países y capturando las voces de la gente común que se encuentra en el centro mismo de la actual expansión china.

Se estima que solo en Egipto hay 15,000 comerciantes chinos —posiblemente hasta 100,000— que se ganan la vida vendiendo de puerta en puerta. Muchos no hablan ni una sola palabra de árabe. En total, cerca de 750,000 comerciantes de China viven oficialmente en África. Son emigrantes determinados a huir de la pobreza de casa y dispuesto a adaptarse a sus nuevos medios cuando bajan de los aviones sin más que un atado de posesiones personales. Unos pocos de ellos, ansiosos de desafiar la calle y vender sus productos, finalmente logran comenzar sus propias fábricas, a menudo invirtiendo los ahorros de toda una vida. Otros establecen una tienda y venden zapatos, ropa, bolsas de joyas. Estos pueden ser negocios pequeños como, por ejemplo, los cientos de boutiques operadas por chinos a lo largo de los arbolados Allées du Centenaire, el barrio de Dakar (conocido por algunos ahora como el Boulevard Mao). El Dragon Mart de Dubai, en contraste, mide 1.2 kilómetros de largo y cubre un área más de tres veces el estadio de Wembley que aloja 4,000 tiendas chinas “que venden todo tipo imaginable de producto”.

Pero los jugadores más importantes son las compañías estatales. La segunda más grande compañía de transportes en el mundo, la empresa estatal china COSCO, se encarga del transporte al Dragon Mart. A cambio de sus bienes manufacturados, las grandes corporaciones estatales garantizan un flujo continuo de materias primas a China. Desde las minas de cobre de la República Popular Democrática del Congo hasta los depósitos de gas natural de Turkmenistán, un gigantesco pulpo extiende sus tentáculos para intercambiar productos terminados por recursos naturales. En Sudamérica, 90 por ciento de las exportaciones a China son recursos naturales sin procesar o apenas procesados. La proporción es casi la misma para África. China no solo extrae, también construye. En lo que los autores denominan la “diplomacia de los estadios”, docenas de “estadios de la amistad” son presentados como obsequios a países de todo el mundo. Los críticos los caracterizan como caballos de Troya usados para conquistar los mercados locales. Hay proyectos ferrocarrileros en Argentina y Venezuela, oleoductos y gasoductos en Sudán y Kazakastán, y varios miles de kilómetros de carreteras en otras partes del mundo. Por encima, algunas de estas empresas parecen bastante laudables, por ejemplo, la construcción en una Angola destrozada por la guerra. Pero tan vital es su acceso a los recursos naturales que China también tiene una mano puesta en encargarse de proyectos de infraestructura mucho más controversiales a cambio de acceso preferencial a la riqueza que se encuentra bajo la superficie de la tierra. China se ha visto comprometida en cerca de 300 proyectos de represas en 66 países, muchos de ellos potencialmente tan peligrosos para la gente de esos lugares y para el medio ambiente que el Banco Mundial y otras organizaciones han rehusado el verse involucrados. Los bancos estatales chinos también frecen dinero rápido y fácil, siempre a tasas preferenciales, a cambio del derecho a explotar los recursos de otros países. Bancos, corporaciones y diplomáticos colaboran para poner en acción los mandatos  del Partido Comunista, en una poderosa alianza que es única de China. Y en la ausencia de una prensa libre, una sociedad civil floreciente o partidos de oposición, el Partido puede llevar a cabo sus proyectos en el extranjero casi de la manera que quiere. Todo esto parece hallarse especialmente en casa en países con regímenes desagradables. China corteja a los ayatolás de de Irán y presta una ayuda a la Venezuela de Hugo Chávez. Trátese de Sudán o Zimbabwe, las más poderosas compañías mundiales llueven desde China,  con la Corporación Petrolera Nacional de China en prominente lugar entre ellas.

Una cuestión que proponen Cardenal y Araújo a lo largo de todo su libro es precisamente cuán beneficiosas o ventajosas son las oportunidades que China ofrece al mundo en desarrollo. Su descripción de lo que sucede en los mismos campos de operaciones está por demás alejada de la retórica oficial que fluye desde Beijing. En el curso de sus investigaciones entrevistaron a cientos de personas comunes, de empleados de minas administradas por compañías chinas, hasta líderes sindicales locales y defensores de los derechos civiles. La conclusión de su trabajo de campo es que las compañías chinas en el extranjero simplemente reproducen el mismo patrón laboral que ha estado haciéndose cumplir en la República Popular en los últimos treinta años. “Nos daban arroz podrido. Trabajábamos catorce horas o más cada día. No nos pagaban el salario estipulado en nuestros contratos. Éramos esclavos. Eso nos decían nuestros patrones y así nos sentíamos”. Estas son las palabras de los trabajadores chinos reclutados en Gabón para trabajar para una compañía constructora china. A los trabajadores locales generalmente no les iba mejor. Mientras el aviso sobre la entrada del Estadio Nacional Maputo proclama que “la amistad entre China y Mozambique prevalecerá como el Cielo y la Tierra”, las compañías chinas pagan a los empleados locales demasiado poco como para cubrir aún sus necesidades más básicas.

La corrupción sistémica complica el problema. En las palabras de un activista de Mozambique contra la deforestación: “Otras compañías extranjeras son también muy corruptas de diversas maneras, pero los chinos tienen un sistema entero de corrupción puesto en marcha de modo que la industria funcione para ellos”. Tan intensa es la tala, legal e ilegal, que si continúan las tendencias corrientes las reservas enteras de madera de Mozambique serán devoradas en menos de una década. En otros países, como Rusia, Indonesia, Madagascar, Gabón y Papua Nueva Guinea, una comparable devastación forestal está en marcha. Las únicas beneficiarias son las rapaces elites locales y el estado chino. Hasta hace poco esto también era verdad para Birmania, pero el saqueo de la madera, el jade, petróleo y gas de ese país fue tan intenso que, desde que se escribió este libro, sus líderes militares han cambiado sus alianzas comerciales, alejándose de China y acercándose a Europa y Estados Unidos. Como Ana María Gomes, autora de un informe sobre el impacto de China sobre África, afirmó con total franqueza: “No se puede lograr el desarrollo sin un buen gobierno de las cosas, respecto de los derechos humanos y del imperio de la ley”. El cambio de decisión de Birmania ofrecer un brillo de esperanza para quienes comparten la creencia de Gomes.

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