Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

Desde la otra esquina:
Traducciones de artículos, entrevistas, etc.

El nacimiento de la Iglesia y de sus pobres

Por Tim Whitmarsh
Publicado originalmente en The Guardian, 7 de diciembre de 2012 (http://www.guardian.co.uk/books/2012/dec/07/through-eye-needle-peter-brown-review). Traducido por Alberto Loza Nehmad.

Reseña del libro de Peter Brown, Through the Eye of a Needle: Wealth, the Fall of Rome, and the Making of Christianity in the West, 350-550 AD [Por el ojo de una aguja: las riquezas, la caída de Roma y la construcción del cristianismo en Occidente, 350–550 d.C.]

Los historiadores, los más cínicos estudiantes de la conducta humana, tienen dificultades para explicar el altruismo. La política, la economía y la guerra son las mercancías de la historia, precisamente porque permiten la adquisición, la consolidación o la caída del poder. El código genético identificado por los historiadores es un código egoísta. Aún así, la antigüedad tardía plantea un problema desconcertante. ¿Por qué la sociedad romana, desde abajo hasta la cima misma adoptó progresivamente una religión que parecía promover el dar los bienes terrenales a los pobres? Y dado que la riqueza siguió siendo tan importante como antes después de la cristianización, ¿cómo así el mundo romano reconcilió las riquezas con la austeridad moral?

El elegante último libro de Brown explora estas preguntas para el caso del imperio romano occidental latinoparlante. Es un estudio inmensamente erudito y autorizado; durante los últimos años Brown ha sido el más eminente investigador mundial de la antigüedad tardía. Y pese a ello, el libro está lejos de ser una obra de erudición árida. Su prosa brillante, salpicada de humor y humanidad, trae a sus personajes a la vida con una simpatía y compasión que son infrecuentes. Pero la historia más general también es relevante, pues la época que describe vio la construcción de la Europa que conocemos y, con ella, el desarrollo de muchos de nuestros actuales instintos y ansiedades con respecto a la compatibilidad de la riqueza y la responsabilidad social.

La narración está construida alrededor de dos hilos narrativos entretejidos como una doble hélice. El primero es el surgimiento del cristianismo en el siglo 4 d.C., desde una secta cerrada y pequeña del multirreligioso mundo del imperio romano hasta una religión dominante en Occidente. El segundo es el colapso de la autoridad imperial centralizada en el siglo 5 y la transición a lo que Brown llama “un imperio romano local”. Estos dos procesos combinados le permitieron al cristianismo trasladarse desde una contracultura basada en una ideología de la renunciación de los bienes mundanos hacia una infraestructura institucional construida sobre una riqueza corporativa.

Una de las alucinaciones más decisivas de la historia ocurrió en 312 d.C., cuando el hasta entonces politeísta emperador Constantino tuvo la visión de una cruz suspendida en el cielo encima de un campo de batalla exactamente sobre Roma. Nunca sabremos cuáles fueron los motivos reales de la conversión de Constantino; quizá esta fue simplemente una experiencia religiosa. Como sea, este no fue el momento en el que se transformó el imperio como una totalidad: por más de 60 años el cristianismo siguió siendo una religión más entre muchas otras. La más grande herencia de Constantino para el imperio fue una reforma fiscal de pies a cabeza. Brown llama la “edad del oro” al cuarto siglo por una moneda conocida como el solidus, que simbolizaba la confianza en el tesoro imperial.

Así, la riqueza estaba en la mente de todos: principalmente porque 90% de la población no tenía suficiente de ella, mientras el restante 10%, aquellos dentro del cogollo del poder, tenían riquezas sin comparación. ¿Suena familiar? Pero esta es solo la mitad de la historia. Si el corazón imperial absorbía los recursos conduciéndolos hacia el centro en ciclos incesantes, también había un proceso correspondientemente diastólico que mantenía funcionando al pueblo. La agricultura local no siempre podía alimentar a las poblaciones locales, especialmente en Italia; vastas cantidades de granos eran importadas a Roma (mayormente desde Egipto, el emporio del mediterráneo) para ser luego distribuidas en subsidios anuales. Las elites provinciales competían en desembolsar la riqueza para el pueblo, ya fuera en la forma de subsidios o como entretenimiento para una población tan hambrienta de espectáculos como de pan.

Esta cultura de la largueza, muestra Brown, pavimentó el camino para esa obsesión cristiana de darles a los necesitados que se apoderó del imperio a partir del año 370, aproximadamente. Agustín, por ejemplo, comenzó su “guerra para dar más” el año 403, buscando superar los munificentes juegos de Cartago con un enorme programa de construcción de iglesias financiado por simpatizadores locales. Los dos sistemas eran rivales directos. Pero la caridad cristiana no consistía simplemente en un tradicional “pan y circo” renovado; más bien, significó una manera radicalmente diferente de conceptualizar las relaciones entre los individuos y la sociedad, y entre los individuos y su propia riqueza. Cuando los no cristianos daban, les daban a sus conciudadanos (y usualmente esperaban honores públicos a cambio). Este era un ejercicio de preocupación cívica, de generosidad hacia el estado. Cuando los cristianos daban, por contraste, la riqueza fluía de “los ricos” a “los pobres”.

¿Qué estaba en juego en este cambio? ¿Por qué era de importancia? Estas preguntas están al centro mismo de la tesis de Brown. “Ricos” y “pobres” no eran, en opinión de Brown, categorías objetivas; más bien, eran roles dramatizados prestados de los Salmos y de los Profetas. No hubo nunca ninguna redistribución sistemática desde el 10% hacia el 90%. Uno de los temas recurrentes del libro es que, mientras en verdad existían cristianos súper ricos comprometidos en ostentosos actos de autosacrificio, la clientela básica del cristianismo eran los “intermediarios”. El cristianismo fue testigo, en realidad, del triunfo de la mediocridad: hombres y (inusualmente para la antigüedad) mujeres de medios modestos ahora podían tener en sus iglesias el papel generoso previamente reservado solo para los benefactores más poderosos. A la inversa, los verdaderamente ricos podían ser vistos desempeñando el rol de “pobres”, como dijo Jerónimo a fines del siglo 4, cuando él se burlaba de los lujos de Roma desde su posición de falsa pobreza; o como hicieron los fantásticamente ricos Piniano y Melania, cuando haciendo todo un teatro se registraron en la lista de los pobres de Jerusalén el año 417.

Esencialmente, el dar del cristianismo no necesariamente iba directamente a “los pobres”. Cuando Agustín, Jerónimo y otros recomendaban la renunciación de los bienes mundanos, en la práctica ellos estaban recolectando fondos para construir iglesias y monasterios. El surgimiento de la Iglesia como una institución dependió, al inicio, de este rol vital como punto de redistribución de la riqueza excedente. Pero este rol se transformó a partir del siglo 5, después de que sucesivas invasiones bárbaras hubieran hecho añicos la autoridad centralizada en Occidente. Y cuando las autoridades seculares de esas regiones habían perdido el rol crucial de la recolección de impuestos, fueron las instituciones religiosas las que llenaron ese vacío institucional, y se convirtieron también en las sedes del poder terrenal. Obispos como Gregorio de Tours (573–94) fueron gerentes de la riqueza institucional tanto como líderes espirituales.

Sería fácil ver esta transformación como si fuera una traición por dinero, una traición del espíritu radical del siglo 4, un acomodo pragmático con el poder mundano. Las iglesias y los monasterios no solo eran ricos por derecho propio, sino también estaban caracterizados por rutinas, con toda una fastuosidad en los atuendos (en el siglo 6 se experimentó la llegada de la tonsura y el hábito). Brown, típicamente, no se contenta con explicaciones tan simples. Lo que sucedió, más bien, fue una transformación en lo que se entendía por riqueza: a esta se le había “dado un propósito superior”, en sus palabras, junto con todas unas nuevas imágenes de la Iglesia como pastora de la congregación local.

Es difícil para los lectores modernos deshacerse del descreimiento cínico con que ven los intentos  de justificar las vastas riquezas amasadas, especialmente en el contexto de una economía de la subsistencia. Lo que hace de este un magnífico libro es, en última instancia,  el reto de superar ese cinismo y de entrar en un mundo imaginativo muy diferente: un mundo donde la riqueza de una corporación no estaba aún contaminada de la corrupción y las ansias capitalistas de adquirir, donde aún estaba viva la posibilidad de un propósito divino para las riquezas.

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