Alberto Loza Nehmad
Alberto Loza Nehmad

Desde la otra esquina:
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Benoit Mandelbrot, creador de los fractales

Por Dwight Garner
Originalmente publicado como “Wandering Visionary in Math’s Far Realms”, New York Times, 30 de Octubre, 2012 (http://www.nytimes.com/2012/10/31/books/the-fractalist-benoit-b-mandelbrots-math-memoir.html?ref=books&_r=0). Traducido por Alberto Loza Nehmad.

Reseña de las memorias de Benoit Mandelbrot, The Fractalist: Memoir of a Scientific Maverick, 324 pp., Pantheon Books


“Cuando me encuentro en compañía de científicos”, escribió W. H. Auden, “me siento como un desarrapado cura de pueblo que por error ha terminado por encontrarse en un salón lleno de duques”. Benoit B. Mandelbrot (1924–2010) tenía ese tipo de mente hermosa y bullente que hacía que aún brillantes colegas empezaran a sentirse desarrapados. Se dice que Mandelbrot revitalizó la geometría visual y acuñó el término “fractal” para referirse a una nueva clase de formas matemáticas que imitan asombrosamente las irregularidades encontradas en la naturaleza.

Él tenía en alta estima las rugosidades y la complicación. “Piensa en el color, el tono, el estruendo, lo pesado y lo caliente”, dijo una vez. “Cada uno es el tema de una rama de la física”. Dedicó su vida a estudiar las rugosidades y la irregularidad mediante la geometría, aplicando lo que había aprendido a la biología, la física, las finanzas y muchos otros campos.

Él nunca fue fácil de clasificar. Saltaba tan frecuentemente, como jugando “mundo”, entre disciplinas e instituciones —IBM, Yale, Harvard— que en sus nuevas memorias, El Fractalista, con algo de pena pregunta, “Así que, ¿adónde pertenezco en realidad?”. La respuesta es: casi a todo lugar.

Como deja en claro El Fractalista, Mandelbrot tuvo un tipo de vida como de zigzag, rara vez quedándose largo tiempo en un lugar. Nació en una familia judía de clase media de Varsovia que valoraba mucho el logro intelectual. Su madre era dentista; su padre trabajaba en el negocio de las ropas. Ambos amaban el conocimiento y las ideas, y entre sus parientes hubo muchos hombres fieramente inteligentes.

“Crecí —escribe Mandelbrot— en lo que se puede llamar una casa de la matemática”.

La familia huyó a Paris en 1936, a tiempo para escapar de los avances de Hitler. Mirando hacia atrás, a queridos amigos que no pudieron salir, él lamenta que hubieran dejado las cosas para después. Algunos, escribe, “se detuvieron por sus preciosos juegos de porcelana, por su incapacidad de vender su piano de cola  de concierto Bösendorfer o por no querer abandonar la vista del parque desde su ventana”. Había aprendido una lección sobre no dejarse atar.

Una vez en París, tuvo como mentor a un tío suyo, un brillante matemático. Los miembros de la familia se dividieron —Mandelbrot y su hermano vivieron por un tiempo en varias partes de Francia— para evitar a los nazis hasta que Francia fuese liberada. De nuevo en la escuela, se enteró de que él era, como dice él, “un ‘taupin’, lingüísticamente, una forma extrema del ‘nerd’ estadounidense”.

También descubrió que tenía lo que él denomina el “don monstruoso” de resolver problemas matemáticos complejos reduciéndolos en su mente a formas geométricas familiares.  Él comparaba las dispares formas que llenaban su mente con un zoológico altamente poblado.

Estudió en la prestigiosa Escuela Politécnica de París, y después en el Instituto de Tecnología de California, Princeton y el Instituto Tecnológico de Massachussets (MIT). En el MIT conoció al joven Noam Chomsky y consideró entrar a la lingüística.

“Pero cuanto más veía —escribe—, más claro se me hacía que la lingüística iba a ser dominada por Chomsky”. Siguió su recorrido.

Mandelbrot finalmente se estableció en IBM, una asociación que duró 35 años. Tomó licencias frecuentes para enseñar en muchas universidades, incluida Yale, donde fue profesor por 17 años. Rehusó estancarse solamente en la matemática.

“Me di cuenta de que el aislamiento del mundo real de la matemática no era para mí, así que busqué un camino diferente”, escribe. Quería jugar con lo él llama las “cuestiones antes reservadas para los poetas y los niños”.

Su trabajo con fractales se inspiró, no poco, por su amor de la infancia por los mapas; comenzó a pensar en crear “líneas costeras al azar partiendo de una simple fórmula”, como dice él. La llegada de los gráficos por computadora le ayudó de gran manera en su búsqueda. Finalmente describió lo que se hizo conocido como el “conjunto de Mandelbrot”, famoso, escribe él, por ser “el más complejo conjunto de objetos en la matemática”, y que ha inspirado décadas de loquísimas representaciones gráficas.

Muchos memorialistas escriben sus libros demasiado temprano. Otros, como Mandelbrot, esperan demasiado. El Fractalista fue compuesto poco antes de que muriese en 2010 a los 85 años de edad; nunca tuvo la oportunidad de hacerle revisiones finales.

No estoy seguro de que ellas hubiesen ayudado mucho. Sus memorias tienen una calidad distante, una vaguedad y rigidez que quizá vinieran con la edad. Pocos de los entornos son evocados con vivacidad o precisión. Me hubiera gustado saber más de cómo era trabajar en IBM durante los años sesenta, por ejemplo. Pero la mayor parte de lo que ofrece Mandelbrot son generalidades.

Leer El Fractalista es examinar un cerebro —el de Mandelbrot— que parece residir en una jarra. Casi no hay nada acerca de su esposa, sus dos hijos o sus otros intereses (si tuvo alguno) además de la música. Su ego es quizá demasiado evidente. Para poner mis quejas en términos Mandelbrotianos, a este libro le falta una suerte de rugosidad gloriosa. Se lee como un curriculum vitae ligeramente anotado.

Habiendo dicho eso, debo decir que las orejas me picaron en más de una simpática oportunidad. Él es entretenido al decir cómo su grueso dejo francés —lo compara con el Cockney británico— lo avergonzaba. Es bueno al contar que era un “bicho raro empobrecido” cuando estaba en la escuela en Francia, y da en el clavo al decir por qué los uniformes pueden ser un regalo del cielo para los niños.

“Sin ese uniforme”, escribe, “las diferencias entre estudiantes ricos y pobres habría sido intolerablemente conspicua”.

Comunica la reverencia que sentía hacia hombres como Norbert Wiener, entonces profesor en el MIT, y John von Neumann, entonces profesor en el Instituto para Estudios Avanzados de Princeton. Mandelbrot los percibía, escribe, “como hechos con el polvo de las estrellas”. Se reviere a von Neumann, más de una vez, como Johnny. Cita a un amigo que llamaba al primer automóvil de Mandelbrot y su esposa, un Citroën 2CV que parecía un saltamontes, “La esencia platónica de un auto”.

Las mentes hermosas no siempre escriben libros hermosos. En ese sentido la vida no es justa. Pero El Fractalista evoca los tipos de preguntas engañosamente simples que hacía Mandelbrot — “¿Qué forma tienen una montaña, una línea costera, un río o una línea que divide una bifurcación fluvial?”— y las profundas respuestas que ofreció.

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