Oswaldo Reynoso
El Oswaldo Reynoso que conocí

Por Ricardo Ayllón
Fuente: Librosperuanos.com
Noviembre, 2017

Pretender escribir sobre Oswaldo Reynoso es una osadía, pues se trata del último escritor más popular del Perú, de un viejo rockstar incansable que acudía con su maleta de libros a donde lo invitaran; ya sea para dar cátedra en plazas, discursos en ferias u ofrecer lecciones literarias en auditorios; lo cierto es que resulta difícil dar una versión cabal de esa suerte de druida que todos oían con agrado y atención porque de él siempre, siempre, había algo que aprender. 
 
Su testimonio personal sobre cómo se hizo lector y posteriormente escritor, no fue todo el tiempo el mismo. Manejaba una versión según la ocasión. A nosotros sus amigos nos lo decía sin empacho: “Si estoy con niños, tengo una versión; frente a escritores maduros, otra; y si es un público variado, narro otra historia”. Yo escuché al menos un par de ellas durante el tiempo que lo conocí, y las narraba con deleite en lugares tan disímiles como un encuentro de escritores en Abancay o una feria de libros en el pueblo piurano de Bernal.
 
Lo cierto es que con paciente oralidad, narraba al detalle pasajes de una vida cierta e inventada al mismo tiempo, y nadie tenía por qué poner en duda su relato. Era el maestro dando cátedra no de su vida, sino de la trascendencia de la lectura y de la literatura en el aprendizaje diario de todo ser humano.  
 
La otra versión del Oswaldo que conocí se vuelca sobre una nocturna mesa de cantina en la que le gustaba celebrar la amistad y la alegría de vivir. Lo encontré varias veces en ferias y encuentros rodeado de escritores jóvenes y viejos, con quienes al final de la jornada se iba a celebrar hasta altas horas y practicar ese otro hábito que manejaba tan bien: el de la conversación. Era un deleite conocer sus opiniones sobre la coyuntura política y los últimos chismes de la fauna literaria; u oír sus anécdotas inagotables sobre su larga estancia en China.
 
Pero también recuerdo al Oswaldo consejero, al amigo que tenía una forma sencilla de decirte cómo mejorar tu texto si se lo alcanzabas con humildad. Su preocupación era la forma, la intensidad del lenguaje, mas no el tema, el cual era secundario, al menos para él, un escritor a quien al final de su vida ya no le inquietaba el género en el que escribía. Si le preguntaban qué estaba escribiendo, respondía con modestia: “Un texto literario, ya no me preguntes el género porque es lo que menos me preocupa”. Una lección primigenia para quien se lanzara a escribir: la literatura es una sola, y la única preocupación que debe buscar todo escritor es la belleza, el fin último y primero de todo arte; logro que en manos de Oswaldo Reynoso fue sin duda una realización plena e inagotable. 
 
El 24 de mayo del año pasado, por eso, cuando me enteré que había muerto, no me puse triste; al contrario, celebré su inmortalidad, el inicio del mito Reynoso iniciado varias décadas atrás, cuando Arguedas descubrió en “Los Inocentes”, su célebre libro juvenil, a “un narrador para un mundo nuevo”; o cuando las “autoridades” peruanas ordenaron quemar su “sucia” novela “En octubre no hay milagros” porque los personajes decían lisuras; ambos libros, ahora, favoritos de gran parte de la juventud que lleva el Plan Lector con el deleite único y sincero de leer.
 
Rebelde hasta el final, Oswaldo defendió su posición política e ideología de vida contra todo y contra todos. Políticamente, para él la lucha de clases jamás dejó de estar vigente y postulaba que la guerra fratricida de los años 80 y 90 fue una auténtica guerra popular en la que se enfrentó pueblo contra pueblo: los militares, hijos del pueblo, contra los otros hijos del pueblo que fueron los subversivos, ambos grupos piezas de dos sistemas inicuos que los manejaron a su gusto.
 
E ideológicamente, lo suyo fue la defensa de la “limpia moral de la piel”, aquella fe en una juventud libre de ataduras impuestas por generaciones pasadas. La persona debía vivir a plenitud su verdadera opción de vida, y era la piel para ello el mejor camino de expresión. Para entenderlo mejor, quedan sus libros “El goce de la piel”, “En busca de la sonrisa encontrada” y “Arequipa lámpara incandescente”, textos de género inclasificable donde, además del tema, su auténtica preocupación fue alcanzar la intensidad y belleza del lenguaje. 
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