Aníbal Quijano
Aníbal Quijano: nuevos mapas y faros para la independencia

Por Gustavo Montoya Rivas
Fuente: Librosperuanos.com
Marzo, 2017

“El pasado  remite no solo al presente,
también al futuro. Es la dimensión subversiva
que termina asumiendo la Historia. Pero
ello solo es posible si no se olvida
que existen vencedores y vencidos” 
Alberto Flores Galindo  1989 
 
 
El reconocimiento a la obra de Aníbal Quijano por parte de Casa de las Américas expone nuevamente toda la originalidad del pensamiento de un intelectual peruano universal, que junto con Gustavo Gutiérrez constituyen dos horizontes críticos y cuestionadores a las ideologías funcionales al poder, uno de cuyos exponentes es, sin duda alguna, el también peruano Mario Vargas Llosa. Pero, volviendo a hablar de Aníbal Quijano, la trayectoria académica y política del ilustre sociólogo sanmarquino también resume las complejidades de la izquierda peruana desde la década de los 60 en adelante, y habla de sus logros y derrotas. 
 
Un somero inventario de sus publicaciones proyecta un asombroso recorrido por diferentes épocas y temas con el énfasis puesto en la indagación de las estructuras de dominio material y subjetivo entre comunidades heterogéneas. Poseedor de una vasta cultura y un saber humanista, sus reflexiones irían martillando con método y sin pausa, justamente las vigas epistemológicas proclives a la explotación material y el dominio subjetivo de las mayorías sociales.
 
En su biografía se puede apreciar la tensión dialéctica de un pensamiento revolucionario que se fue gestando desde escenarios políticos y académicos, teniendo como telón de fondo la lucha de clases en el ámbito local, pero sin descuidar justamente su dimensión global continental y mundial. A su potente intuición gnoseológica le debemos categorías como heterogeneidad estructural, marginalidad, cholificación, sin descuidar ese enorme campo de la intersubjetividad cultural. 
 
Lo poco que me permito señalar en esta nota, apenas roza el inmenso territorio epistemológico que Quijano fue elaborando a lo largo de una vida errante y cosmopolita, muy  comprometida con los desvalidos del planeta. Profesor visitante en universidades de Europa, Estados Unidos y otras partes de América, su mirada escrutadora siempre tuvo un anclaje en su patria. Sobrio hermeneuta de Arguedas, a quien lo unió una amistad intensa, aunque peligrosa, y primer exégeta de Mariátegui, que luego daría lugar vía Alberto Flores Galindo a la instalación del mariateguismo, quizás el último intento por razonar una opción revolucionaria con el énfasis puesto en la dimensión nacional y andina. 
 
 Aníbal Quijano nunca sucumbió a la tentación de los reflectores y el espectáculo intelectual, negándose a cumplir ese falaz papel de oráculo que en un tiempo tuvo a Pablo Macera como modelo ideal, y últimamente a Julio Cotler como su exponente más depurado —para no mencionar las frivolidades que cada cierto tiempo pronuncia un conocido artista plástico—; y es que acaso por encima de sus propias voluntades pero urgidos por el despeñadero que es la República, Macera y Cotler, intelectuales sanmarquinos, derivaron en la frase grave y el pronóstico afilado. Como francotiradores para el deleite de la cazuela académica y el morbo periodístico de una república cuya opinión pública fue construida con retazos de frases retocadas y aforismos ingeniosos; una esfera pública premoderna, donde las emociones y sentimientos definen la representación política durante el espectáculo electoral que cada lustro instala a espantapájaros como titulares de una soberanía popular amortajada. 
 
Cuando sobrevino la derrota ideológica de la resistencia anticapitalista en su variante especular con la caída del muro de Berlín, Aníbal Quijano ya había ingresado con paso firme a inquirir en las estructuras mentales históricamente sedimentadas aun entre aquellos que se nombraban como militantes de la revolución en sus más diversas manifestaciones.
 
La colonialidad entre los ideólogos de la independencia 
Una coyuntura excepcional que puso al descubierto la colonialidad del poder asentada secularmente en Hispanoamérica y que fue puesta en movimiento para ensayar diversas modalidades de crítica, cuestionamiento o de fortalecimiento al ordenamiento social vigente fue sin dudas el ciclo revolucionario continental iniciado en la península el año 1808. Ese eurocentrismo o jaula mental que impedía justamente liberar fuerzas sociales y del imaginario, encorsetadas por ataduras epistemológicas que se habían instalado precozmente con la modernidad en el S. XVI, y luego remachada por los ideales de la ilustración en el S. XVIII. Un literal callejón sin salida del que difícilmente podían liberase aun los más legítimos y honestos representantes de los dominados y explotados. La suma de fracasos de múltiples intentos de emancipación en Perú y América, proyectaba como saldo gnoseológico empírico, la endeblez y precariedad de sus principios. De sus valores y su estrecho horizonte histórico. Compuesto solo para la coyuntura. 
 
El dominio colonial como hecho intersubjetivo hegemónico de las más diversas y sutiles formas de dominación sobre el cuerpo, la historia, la naturaleza y legitimación de relaciones sociales de subordinación a una minoría, del imaginario y al mismo tiempo como fuentes de categorías críticas de aquel fenómeno así constituido. Esa fue la cuadratura del círculo para citar a Unanue y el reclamo de Bolívar en torno al derecho que tenía América a su propio medioevo. El imperativo de repetir un modelo que había servido justamente a la colonialidad. Habría que reconstruir por ejemplo la trayectoria que habían seguido los conceptos de naturaleza, género, Estado y raza y cómo fue que se legitimaron como experiencias sociales preexistentes a sus portadores. No se trata solo de la instalación de una nueva mirada. Se trataba por el contrario de rehabilitar múltiples miradas y múltiples sensibilidades entonces encubiertas, vilipendiadas o derrotadas. 
 
Un horizonte teórico contemporáneo que pone el acento en la historia conceptual, acierta cuando llama la atención sobre el laberinto de los significantes al que hubieron de enfrentar los actores históricos en la coyuntura revolucionaria de las independencias. Las palabras y las cosas mudaban de contenidos de acuerdo a determinados horizontes de expectativa y campos de experiencia, como decir que los mismos conceptos servían para fines contrapuestos. Podían justificar el orden social, apostar por reformas o proyectar al futuro la realización de las innovaciones que la guerra exigía. La palabra Patria, por ejemplo, remitía a una compleja hermenéutica que se distanciaba en sus contenidos por efecto de las diferencias de toda índole que identificaba a sus dispares portadores. Patriotas y realistas invocaban en nombre de la patria la fidelidad de criollos americanos y europeos, indios, castas y en función de proyectos de sociedad disímiles. 
 
Es decir, la secular disputa advertida por K. Manheim entre ideología y utopía, pero ahora aplicada a un escenario concreto de contexto revolucionario y de mudanzas no solo de palabras que difícilmente lograban asir los conceptos que emergían y era parte de la dinámica revolucionaria, de la guerra, sino que esos conceptos y ese vocabulario inasible, hallaba en esa coyuntura de guerra y de revolución a interlocutores dispares. 
 
El horizonte conceptual y la multiplicidad de contenidos que proyectaba no era y no podía ser univoco, como tampoco podía congregar bajo su tutela la dinámica de la guerra y la depuración de posiciones ideológicas y su correlato militar. Interesa conocer cómo la dinámica del hecho militar como principio activo reconfigura las múltiples identidades; de qué modo la guerra representa a una comunidad; o, por la vía inversa, en qué términos una comunidad se impregna en los hechos de armas y establece coordenadas o vías de reordenamiento del imaginario, del territorio a escala local y regional. A este respecto, lo acontecido en la sierra central durante el Trienio Liberal presenta un laboratorio paradigmático justamente de la viabilidad y las distorsiones de un vocabulario ya no tan inédito. Para 1820, cuando las tropas de argentinos y chilenos – y luego colombianos- se posesionan de la sierra central, no se encontrarán frente a grupos sociales ingenuos ni mucho menos aislados de esa enorme acumulación y reflexividad doctrinaria en torno al ciclo separatista anticolonial del continente en sus diversas y contradictorias modalidades. La suma de grupos sociales que hubieron de enfrentar la guerra ya instalada, adoptaron determinadas posturas ideológicas y estrategias de intervención militar. 
 
Por lo demás, importa las expectativas de significativos sectores de la oligarquía serrana en los Andes centrales que en un primer momento, se apresuraron a suscribir las proclamas de Álvarez de Arenales. Bajo el paraguas constitucional recientemente reimpuesto, y aún en los términos de una independencia controlada, la coyuntura les era desde todo punto de vista favorable, incluso como respuesta a sus seculares exigencias en contra del centralismo limeño y del protagonismo económico de sus elites. Ello antes que  los patriotas ocupasen Lima luego de las intensas negociaciones y acuerdos de parte de San Martín con Pezuela y La Serna. Se suelen ignorar los términos en que se produjeron las entrevistas y negociaciones entre San Martín y los últimos dos virreyes. En definitiva y por encima de sus afinidades ideológicas sobre todo con La Serna, San Martín no dejó de hacer uso del manto de legitimidad patriota que había capitalizado antes de su ingreso a Lima. 
 
Ninguno de estos dos actores militares patriotas y realistas, pusieron en tela de juicio los términos en que debían desarrollarse los acuerdos y negociaciones. El zócalo epistemológico común fue justamente el mantenimiento de la estructura social vigente. Puede sonar a anacronismo este razonamiento, pero la prueba es que toda la retórica y las promesas que proyectaban e iban regando, en quechua y castellano, hablaban de la liberación de los indígenas que entonces fueron identificados como peruanos, hermanos, americanos, hijos del sol, paisanos y una larga lista de calificaciones redentoras. Y no se trataba de una retórica que hoy podríamos nombrar táctica. Su triple alienación con respecto de los indios ya había sido puesta a prueba de múltiples formas. La más reciente, que libertadores y monárquicos habían presenciado, era la acción de la multitud rebelde y desordenada, que fue identificada con la noción de anarquía. Una maldición para todas las modalidades de control social y de gobernabilidad que los libertadores y defensores del colonialismo cavilaban. 
 
Esa anarquía a la que se hacía referencia tenía nombre y experiencias propias. En Chile, Argentina y el Alto Perú patriotas y realistas habían visto con espanto cómo la plebe rural indígena y mestiza, muy rápido y en el fragor de los combates, asumía posiciones que desafiaban la estructura de la propiedad y cuestionaban con desenfado el modelo de independencia controlada que imponían los libertadores.
 
El libro de Quijano,  La colonialidad del poder sugiere con dramatismo esa cartografía de la opresión intersubjetiva en nombre de la independencia y la revolución controlada. Para 1820, año en que San Martín llego al Perú, ya había pasado el tiempo suficiente y habían emergido desde las entrañas del sistema de dominio colonial, demasiadas agendas que la elite criolla no estaba dispuesta a atender por la sencilla razón de que colisionaba con el acceso al poder dejado por sus padres, del cual se sentían los legítimos herederos. 
 
Una coyuntura privilegiada donde se puede contemplar los antecedentes de esos abismos epistemológicos, es precisamente la época de lo que la historiografía tradicional nombra como de los precursores, que luego dio lugar a las guerras por la independencia en Hispanoamérica desde fines del s. XVIII e inicios del S. XIX. Muy temprano, los ilustrados americanos, estaban al corriente de las innovaciones y hallazgos de sus pares occidentales, de quienes se sentían sus hermanos menores y herederos legítimos. Ni Espinoza Medrano, Peralta y Barnuevo, Baquijano o Unanue pusieron en tela de juicio la titularidad,  el origen de la fuente del saber y conocimiento.
 
Sin embargo, entre estos grupos sociales latía con ritmos desiguales antes de 1820, múltiples veleidades reformistas y andando el tiempo posiciones de tímida ruptura, como fue el caso de Vidaurre aunque solo desde el exilio. Para entonces, ya se había instalado en la periferia del virreinato peruano la solución armada. Esta vía revolucionaria fue efecto de la invasión imperial francesa en 1808 sobre la península y el bochornoso papel de los borbones. La única y predecible forma de autonomía por iniciativa interna fue, como se sabe, la conducida precozmente por José Gabriel Condorcanqui. La estela de terror y de ignominia que dejó a su paso fue el afloramiento de todo el vendaval de la opresión colonial y, para lo que aquí interesa, de sus razones ontológicas y epistémicas sobre las que se legitimaba el hecho colonial. Cuando esa legitimidad fue cuestionada en el discurso y las armas —no fue casual que la rebelión haya comenzado con el ajusticiamiento de un corregidor—, la única forma de exorcizarla fue con parte de los elementos del orden alterado. Las columnas de indígenas armados que levantó Pumacahua son a este respecto aleccionadoras. La misma episteme o paradigma que estructuraba la ubicación en la sociedad de cada grupo social que había asumido posiciones en el  conflicto proveyó de la justificación ideológica para fines contrapuestos. Pero la revolución tupacamarista no forma parte del ciclo revolucionario inaugurado por la invasión napoleónica a la península. 
 
El Mercurio Peruano, sus prolongaciones así como después La sociedad patriótica son parte de esa colonialidad del poder y del saber gnoseológico que salió fortalecida por las guerras de la independencia. No solo fue el cambio en la titularidad del ejercicio del poder, no solo fue un asunto de familia como lo planteó Vizcardo y Guzmán. Esa toma de conciencia que el jesuita peruano invocaba desde su exilio desconocía la unidad de intereses entre españoles americanos y españoles europeos. Da la impresión que la lejanía induce a niveles de idealización que posterga la resolución de esos nudos de poder que se intenta cancelar. Tampoco se trató —el pensamiento ilustrado— de la simple y pura imitación como la denunciaran los marxistas y dependentistas en los setentas y que condujo a los más radicales a posiciones de guerra cuyos resultados aún son visibles; o los moderados que se comprometieron con ese grupo de militares reformistas liderados por Velasco Alvarado y el régimen militar revolucionario que lideró. 
 
Los debates entre los ideólogos e ilustrados peruanos sobre cómo se debía organizar la sociedad, el Estado y sus instituciones, expone todo el idealismo social de la revolución francesa que en su sede padecía reformas. Las especulaciones sobre el Estado e instituciones tenían mucho de los filósofos granjeros que lideraron la independencia en Estados Unidos. La representación política y la ciudadanía que debía sustituir al vecino colonial, dejaba en vilo a la inmensa mayoría social indígena. A pesar del liberalismo y sus variantes, dejaban para la posteridad la ubicación social y el papel de la cuestión indígena. A pesar de toda la retórica que era precisamente la carta de garantía de su liberalismo, en los hechos existía el consenso sobre su ubicación en la escala más baja y sobre todo el convencimiento de su barbarie. El tutelaje justificaba su postergación así como durante la colonia las encomiendas justificaron su exterminio. Ese celebre decreto sancionado en el Congreso, en 1823, que decía que en adelante los indios debían de llamarse peruanos, no fue sino una maniobra táctica frente al estado de insubordinación de las milicias andinas en ese complejo año bajo el liderazgo de Riva Agüero. Este poco a poco se venía fortaleciendo en diferentes frentes militares y políticos, pero ni San Martín ni Bolívar podían tolerar la emergencia y el encumbramiento de una personalidad como Riva Agüero.  Un peligro real para las jóvenes republicas del norte y sur peruanos. 
 
Puede sonar a anacronismo pretender que esos peruanos debieron trasponer los paradigmas teóricos de su tiempo. Pero las palabras como se sabe encubren los actos y cuando el ocultamiento es clamoroso retratan como en el espejo de Próspero exactamente lo que intentan cubrir o barnizar. No solo era el recuerdo de Túpac Amaru lo que causaba ansiedad, desasosiego e incertidumbre; era algo más reciente. Era el aprendizaje y las lecciones que la plebe urbana y rural venía acumulando con método y al margen de los cenáculos, de los cafés, de las sociedades literarias y en general de los espacios de sociabilidad urbanos. Esa colonialidad del poder que permanecía intacta desde la perspectiva e intereses de la clase dominante, ahora cuestionada por la multitud plebeya indígena, mestiza y las castas. Pero además, y este era el peligro, de la alianza con personalidades de la talla del cura Idelfonso Muñecas, por ejemplo.
 
Las revoluciones o rebeliones de indios y mestizos en Huánuco en 1812 y Cuzco en 1814 hasta 1816 en el mediodía andino, volvían a situarlos en una posición de alerta frente a cualquier modalidad de acercamiento con esas mayorías sociales. Pero más que ello, era el simple y llano temor, como también el desprecio. La abundante calidad y cantidad de fuentes existentes indican la existencia de un horizonte teórico con niveles de autonomía entre las mayorías sociales y étnicas rebeldes durante  esa coyuntura. 
 
Más de una década después emergió esa ideología de manera intacta a propósito de la confederación Peruano Boliviana en contra de la figura de Santa Cruz. Y no fue ninguna casualidad que haya sido Pardo y Aliaga el más furioso exponente del racismo y la degradación ontológica del indígena, o como ahora lo explica Aníbal Quijano, de la Colonialidad del poder. Y tenía razón, pues aquel panfletario fue testigo de vista durante su infancia de la violencia indígena y mestiza en el sur andino, cuando su padre español oficiaba como regente en el Cuzco durante la revolución en 1814- 1815 y su secuela de las iras campesinas.
 
Hay que decirlo con todas sus letras. Las tendencias dominantes en los estudios de la guerra, no conciben que hayan existido tendencias de autonomía de parte de las mayorías indígenas. Y sin embargo,  estos grupos sociales en definitiva tuvieron una lectura particular de la guerra. No se trata de representarlos como una propuesta cohesionada y con una agenda de lucha. Que no hayan tenido acceso a la cultura letrada y no hayan asumido con rigor las nociones de la modernidad aun con sus distorsiones, no los convierte en sujetos invisibles de la guerra. Esto es como decir que ellos no sabían lo que querían porque su utillaje ideológico  no se correspondía con los cánones ilustrados de su tiempo. La búsqueda febril de nociones de la cultura moderna que circulaba en las urbes y era objeto de replanteamientos y ausentes entre la plebe indígena no debiera excluirlos de haber sido actores de la guerra desde sus propias consideraciones teóricas. 
 
La pre y pos independencia fue desde este punto de vista un momento estelar donde emergieron todas las fuerzas vivas de la sociedad bajo una coyuntura militar con opciones de reforma o cambio revolucionario. La colonialidad del poder fue objeto y sujeto a un mismo tiempo. Como arma e instrumento que legitimaba la dominación y también como formación histórica social a relevar, desmontar y cancelar. Asombra la profusión de documentos políticos, militares y de contenido ideológico que produjeron esos gobernadores patriotas rurales que traspusieron intactos la guerra mostrando fidelidad por la independencia desde posiciones armadas y en una coyuntura favorable a las armas realistas en la sierra central. No se trata solo de comuneros indígenas y mestizos, se puede hallar comerciantes, mineros, pequeños y medianos propietarios como los que siguieron a Francisco Paula de Otero. Esa doctrina plebeya y revolucionaria patriota, aguarda a historiadores que ingresen a las entrañas textuales de esos documentos para explicar y dar cuenta de su naturaleza y también sus resquemores en favor de la independencia criolla.  
 
El gran aporte de Quijano es esta cartografía del poder. No es un esquema o plantilla que busca aplicaciones mecánicas. Es un conjunto de intuiciones y de categorías que pueden contribuir a desmontar ese tejido ideológico que traspone el tiempo y que se ha instalado como razón de Estado, por citar un ejemplo, en la mayoría de regímenes republicanos. La colonialidad del poder es una versión de la historia republicana. Sin duda fue cuestionada y combatida de múltiples formas y en diferentes coyunturas. Ahí está la historia social de movimientos indígenas armados y la serie de sublevaciones. Desde el Estado, la única coyuntura que intentó desmontar esa colonialidad fue el breve régimen de Velasco Alvarado. Un suspiro para el gran bostezo de las elites académicas del remedo teórico  republicano. Entonces Quijano y Cotler, animadores de esa clásica revista que fue Sociedad y Política, fueron perseguidos y expulsados. 
 
Tampoco es una casualidad que Aníbal Quijano haya estado entre los primeros en reconocer toda la originalidad y riqueza teórica, crítica y subversiva en la obra de Mariátegui y Arguedas.  En ambos autores, lo indígena y el hecho colonial de dominación son centrales para explicar las estructuras de dominación material y la prolongación de sus pliegues subjetivos. Quijano no parece haber prestado mucho interés a las especulaciones de Mariátegui sobre el partido socialista o comunista. Tampoco consideró la novela Todas las sangres de Arguedas como un retrato social de su época incluso en abierta discrepancia con su autor. De vez en vez los críticos de Quijano vuelven a rememorar esa mesa de partes que fue el IEP para  denostar a uno y exaltar a otro. En ambos casos, se trataba de representaciones mentales que seguían un esquema funcional al poder. La novela burguesa y el aura del Estado estalinista. En cambio, Los zorros de Arguedas y el papel del mito histórico revolucionario en Mariátegui constituyen para Quijano cimientos gnoseológicos no solo originales sino que ponen al descubierto la cotidianeidad de la dominación y las posibilidades de su cancelación. Esas emociones, sentimientos, temores y adhesiones que son las manifestaciones visibles de la estructura de dominación, tienen una larga y densa procedencia. Esa es su fortaleza y las dificultades de su  desmantelamiento. Atraviesa lo público y privado, se desliza en la mesa familiar, la publicidad, bajo las sábanas  y los rituales de Estado. 
 
Me he animado a redactar estas líneas como mi personal homenaje a su fructífera existencia. Probablemente nunca como ahora, su obra, sus reflexiones, sospechas e intuiciones sobre la colonialidad del poder, podrían proveer de múltiples rutas para cancelar de una vez y para siempre, tanta ignominia y escándalo, tanta barbarie no  de los dominados y explotados, sino de lo que mal se nombra como elites políticas o económicas. Si como parece, el sentido común instalado entre las mayorías sociales contra la corrupción, parece abrir un nuevo horizonte de lucha y de reinvención de la política; entonces no habría que repetir los errores del pasado y es imperativo perder el miedo a esos hervideros humanos que es donde suele residir la nueva arcilla que merece ser labrada, labrada sin grietas ni perfiles coloniales. Como esos amarus contemporáneos que en actitud vigilante, desde las cimas plebeyas urbanas y rurales,  proyectan en sus contornos todas las posibilidades de autonomía. De esa fluidez primaria, hídrica y natural. Una forma radical de democracia comunal,  republicana y plebeya. 
 
La pregunta que insistentemente merodea entre los teóricos de la ciencia política, es cómo reinventar un modelo, un sistema constitutivo de Estado y de sociedad cuyos principios son violentados en los actos y el discurso por los llamados a preservarlos. Los expertos en procedimientos se cuidan de reconocer esta anomalía que como se reconoce ya está instalada en el sentido común. Thomas kuhn planteó el relevo de paradigmas en las ciencias y el corolario político y social que ello supone. No es una receta, pero explica la dinámica de cambio revolucionario epistemológico. Tampoco hay que citar a Heidegger para describir el escándalo de la alienación peruana contemporánea, ni a Foucault para exponer las trampas de las narrativas hegemónicas. En estas circunstancias conviene estar atentos a esas erupciones sociales y tener la audacia de acompañar sus reivindicaciones. Suele acontecer que las bibliotecas, la heurística y los tratados en determinadas coyunturas se convierten en ese fenómeno que un, ya casi olvidado, teórico alemán del S. XIX designó como elementos desechables por formar parte del basurero de la historia.    Dada la aparente ausencia de vanguardias organizadas con el actual tiempo histórico de cambio, lo que se avecina parece ser el anuncio de formas inéditas de reinventar el ejercicio de las múltiples formas de soberanía. 
 
Pero como sabiamente dicen los carniceros: “sale con hueso”. Es inevitable la presencia de desesperados por la acumulación de frustraciones y de tendencias que apuestan por la disolución y la tierra arrasada. Es el lumpen fascista en los Andes del norte, centro y sur peruano. El punto es cuánto del lodo y huaico que invocan se convertirá en tendencia. Frente a ellos, ya ha hecho acto de presencia una nueva sensibilidad ciudadana. No emite cheques en blanco, busca cada vez menos a tientas y en medio de depuraciones, ese método que no posee autoría. Sin Casandras ni Tutayquires que propongan soluciones desesperadas y de rencores étnicos. 
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