Aquilino Castro Vásquez
La dama de oro La dama de oro

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Fuente: Dominical, Lima 11/12/05

La figura de Catalina Huanca pasa de la leyenda a la historia.
Un historiador del Valle del Mantaro asegura haber confirmado la identidad de la mítica Catalina Huanca en una cacica que gobernó con mano firme y corazón noble las actuales ciudades de Huancayo, Concepción, Chupaca y Jauja durante las primeras décadas del siglo XVIII.

 

El primero que habló de ella fue don Ricardo Palma. El tradicionalista fiel a su estilo nos contó la historia recargada y asombrosa de una poderosa y rica mujer indígena, que ingresaba a Lima desde la sierra central acompañada por trescientos siervos, trayendo cincuenta acémilas cargadas de oro y plata, tesoro que después repartía entre los pobres o donaba para la construcción de iglesias y hospitales. Esta señora, descendiente de la nobleza huanca, y cuyo padrino era nada menos que Francisco Pizarro, respondía a un sobrenombre mítico: Catalina Huanca.

Desde entonces, la historia sobre su existencia no solo reprodujo leyendas, sino también desató la afiebrada pasión de algunos mortales que dedicaron su vida a buscar los tesoros que esta mujer supuestamente había dejado enterrados en la ruta que viene de Huancayo a Lima. Durante la década de 1950, un viajero italiano, Antonio Inzillo, fundó una compañía dedicada a esta tarea, pero después de múltiples excavaciones tuvo que abandonar la empresa sin nada en los bolsillos. Años atrás, el presidente Luis Sánchez Cerro había sido más osado: convencido por su ministro de gobierno Alejandro Barco, quien estaba seguro de la existencia de entierros incaicos de Catalina en el cerro San Bartolomé, Zárate y El Agustino, ordenó una serie de excavaciones en estos lugares, a cargo de una legión de trabajadores pagados por el erario nacional. Era 1930 y el presidente dio una resolución suprema que declaraba como propiedad del Estado todos estos tesoros precolombinos. Con ello Sánchez Cerro tenía la noble intención de aliviar el déficit fiscal, sin embargo meses después una revuelta lo sacó del poder. Y cuando retornó a la presidencia -vía elecciones en 1931- trató de reanudar la búsqueda, pero tiempo después fue asesinado a la salida del hipódromo de Santa Beatriz. El presidente que lo sucedió, el general Oscar R. Benavides, con más temor que tino ordenó detener las excavaciones y pidió olvidarse de Catalina Huanca. "Yo no quiero morir asesinado", le dijo a sus asesores.

A partir de este momento, la figura de esta mujer dejó de preocupar a los políticos y pasó a la agenda de los historiadores. ¿Existió realmente una mujer indígena rica y poderosa, en pleno dominio colonial español, que ayudaba a indios y ayllus?


País de Jauja

El historiador Aquilino Castro ha dedicado gran parte de su vida a recuperar la memoria de su tierra natal Chupaca y del Valle del Mantaro para remediar, dice, algo que repetía su maestro en San Marcos, Raúl Porras Barrenechea: "nuestros pueblos son ricos en historia, pero pobres en historiadores".

Sus investigaciones lo han llevado a publicar una serie de libros sobre la nación huanca, etnia que ha jugado un papel importante en la historia peruana desde tiempos prehispánicos hasta su participación en la Campaña de la Breña, durante la Guerra con Chile. Justamente Andrés Avelino Cáceres convenció a las comunidades de la región central para que se sumasen a su ejército con una poderosa revelación: "por mis venas corre la sangre de Catalina Huanca".

Algo que no sería falso, pues la madre de Cáceres, doña Justa Dorregaray Cueva, había sido vecina y pariente por línea materna de la poderosa cacica Teresa Apoalaya, que según todas las crónicas, relatos y documentos, reunidos por Aquilino Castro Vásquez sería la verdadera identidad de la famosa Catalina.

En realidad los Apoalaya -la historiadora Ella Dumbar Temple publicó en 1942 un excelente ensayo sobre esta familia en la Revista del Museo Nacional- han sido una de las castas más influyentes de la sierra central peruana. Ellos llegaron a ostentar un gran poder político en el Hanan Huanca (Valle del Mantaro) gracias a su alianza y fidelidad con la dinastía inca cuzqueña. Históricamente apoyaron a Huáscar en su lucha contra Atahualpa, lo que los hizo aparecer como supuestos aliados de los españoles.

Tanto los Apoalaya, como otros caciques huancas, acumularon gran fortuna durante la Colonia, especialmente con la importación de ganadería desde España, y con la formación de las haciendas y obrajes. Según el historiador sanmarquino Carlos Hurtado Ames estos curacas del valle de Jauja tuvieron incluso más poder económico que los propios españoles hasta fines del siglo XVIII. Esta clase pudiente en el corazón de los Andes alimentó la leyenda de la rica y legendaria ciudad de Jauja.


La Cacica

Hacia fines del siglo XVII Carlos Apoalaya, apodado El grande, tenía más de setenta propiedades entre haciendas, obrajes, chorrillos, solares y casas, su riqueza era considerada como la más importante de la sierra central. Cuando muere, en 1698, le sobreviven tres de sus siete hijos: Cristóbal, Teresa y Petrona. Por tradición debía heredarlo su primogénito, pero éste se encontraba refugiado en Lima debido a problemas con la justicia colonial por su negativa a ser capitán de la corona en las montañas del río Ene. Se produjo, entonces, un vacío de poder que fue aprovechado por Teresa, quien se hizo de las tierras de su padre, rompiendo la tradición patriarcal. Primero dominó la zona del Hanan Huanca y después gracias a una serie de alianzas de parentesco consiguió hacerse de los cacicazgos de Hatun Xauxa y Urin Huanca. En la primera década del siglo XVIII, cuando no tenía más de treinta años, "ya dominaba las tres parcialidades más importantes de la nación huanca, lo que hoy serían las ciudades de Huancayo, Concepción, Jauja y Chupaca", dice el historiador Aquilino Castro. Su fortuna, a diferencia del oro y plata de la leyenda, consistía en cinco haciendas, la de Laybe era la mayor con 23 mil ovejas, además de tierras de caña de azúcar, trapiches, obrajes y molinos.


La transformación

Teresa Apoalaya ejerció su poder por cuatro décadas, muriendo en 1735 sin dejar testamento conocido. Se casó tres veces, tuvo tres hijos, y su última boda la realizó cuando ya bordeaba los 60 años con el español Benito Troncoso de Lira y Sotomayor. Tenía la imagen de una mujer de carácter con los poderosos y dadivosa con los indios, en documentos registrados en los años 1712, 1714, 1715 y 1717 dona gran parte de su fortuna a los ayllus de la zona.

Sin embargo, la pregunta pendiente es ¿por qué Teresa Apoalaya se transforma en Catalina Huanca? Según Aquilino Castro ella tomaba esta identidad durante sus viajes a Lima para evitar que su hermano Cristóbal -quien ya había adoptado el nombre de Bartolomé Rodríguez- sea identificado. Y otra razón poderosa era su devoción por Catalina de Siena, su santa protectora.

Según el historiador, quien donó los azulejos para la construcción de la iglesia de San Francisco de Lima no fue ella, como cuenta la célebre tradición de Ricardo Palma, sino su hermana menor Petronia Apoalaya. Y como podemos suponer es probable que ella nunca haya dejado tesoros sembrados en su camino hacia Lima. Eso sí, Laybe, su hacienda más importante, fue vendida en 1761 por una nieta suya a la madre del prócer de la independencia José Baquíjano y Carrillo, y en 1848 pasó a manos de Manuel Salazar Baquíjano, conde de Vista Florida, como una muestra de que los tiempos legendarios de la nobleza descendiente de los incas habían llegado a su fin.

El apellido Apoalaya

Según la historiadora Ella Dumbar Temple cuando Túpac Yupanqui llegó en 1470 al valle de Hatun Mayu encontró como jefe de la parcialidad de Llacsapallanga a Sinchi Canga Alaya. Antes de iniciar una conquista violenta, el inca le ofreció al jefe huanca establecer una alianza estratégica, concediéndole el título de Apo, que significaba poderoso señor. Desde entonces el apellido aymara Alaya se transformó en Apoalaya.
 

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