Osmar Gonzales Alvarado
La conquista española y la palabra invasora.<br>De la oralidad a la escritura La conquista española y la palabra invasora.
De la oralidad a la escritura


Por Osmar Gonzales Alvarado
Fuente: Lima, Febrero 2010

La conquista militar española del siglo XVI también permitió la invasión de la palabra escrita en los pueblos andinos. En efecto, entre múltiples cambios, el ingreso europeo también produjo la imposición del uso y prácticas culturales ignoradas hasta entonces en nuestras poblaciones originarias, como la escritura precisamente. Es bastante conocida la anécdota de Cajamarca, cuando Atahualpa tomó la Biblia y, al no decirle nada esta a los oídos, la arrojó al piso, gesto que fue el santo y seña para que las huestes de Francisco Pizarro atacaran victoriosamente al Inca y su guardia. A partir de ese momento la escritura se constituyó en una palabra invasora.

La invasión de la palabra escrita

El efecto más dramático de esta invasión fue la superposición de una minoría letrada sobre una mayoría que se comunicaba por medio de la palabra oral. Se estableció además una dominación colonial que significó, amén de otros aspectos políticos, un trastocamiento general en la manera de conocer por parte de las poblaciones andinas. En adelante, la construcción de la memoria de los originarios tendría que pasar por la intermediación de quienes poseían el conocimiento de la escritura. Lo externo e impuesto (la palabra escrita) debía traducir e interpretar a lo propio, ocasionando una grave fractura en la comunicación y, en el límite de las nuevas relaciones establecidas, generando patrones inéditos de dominación y subordinación de los no letrados. Estos, para sobrevivir en la sociedad colonial, estuvieron obligados a adquirir o asumir un bien cultural ajeno en su propia tierra. Simplificando, tenemos, por un lado, una mayoría indígena original que solo práctica la oralidad y que se encuentra en los niveles inferiores de la vida social, y, por el otro lado, una minoría europea que ya había conquistado el bien de la escritura y que se ubica en los privilegiados espacios del poder. A partir de esta división, se entienden otras consecuencias que se expanden a los terrenos políticos, sociales, religiosos y culturales, propiamente dichos.

Fueron los cronistas quienes representaron, al mismo tiempo, los intentos de establecer espacios de comunicación y los desencuentros entre ambos tipos de sociedades (la sustentada en la oralidad y la sustentada en la escritura). Los cronistas, en sus viajes y recabo de tradiciones y recuerdos de los pueblos indígenas, oficiaron de antropólogos en ciernes pero también de traductores de la organización social andina sobre la cual apenas tenían conocimiento, plasmando con tinta y papel, y en su lenguaje, experiencias ajenas, ocasionando distorsiones imposibles de ser evitadas. Pero al mismo tiempo, facilitaron el acercamiento entre ambos tipos de sociedades, aunque sus efectos se verían mucho después.

Por otro lado, las órdenes religiosas en su afán evangelizador, probaron dos formas que implicaron sendas experiencias con la palabra escrita por parte de la población andina. Primero, buscaron traducir a las lenguas aborígenes (quechua y aymara) la palabra de Dios; prueba de ello fue que el primer libro impreso en el Perú se llamó Doctrina Cristiana, de 1584, pero los evangelizadores, al observar que no se alcanzaban los resultados esperados, probaron un segundo camino: la castellanización. Más sencillo sería enseñar a los indígenas el castellano que traducir a sus lenguas los libros para la catequización. De una manera intuitiva, se plantearon la pregunta: “¿qué es más importante en la diseminación de las ideas religiosas, el clero (oral) o los libros” (Schofield 1996:343).

Según Silvio Zavala, los caminos de la castellanización fueron tres: a) Los doctrineros debían conocer las lenguas indígenas; b) reducir su diversidad a la más general de cada provincia, y c) crear escuelas para niños indios desde las cuales podrían aprender el castellano (Zavala 1996). El objetivo era alcanzar la comunicación con los naturales e instruirlos en la fe católica. En el Perú, el virrey Toledo dictó disposiciones sobre escuelas para indios dirigidos a los hijos de caciques e indios ricos. El caso más emblemático es Túpac Amaru.

En un proceso largo y complejo, finalmente, la palabra escrita se instaló en amplios grupos humanos. La escritura se aclimató lentamente en las necesidades propias hasta que, en un momento —y bajo ciertas condiciones sociales y políticas—, la palabra escrita dejó su carácter de invasora para cumplir fines identitarios y liberadores. Recordemos, si no, los casos de escritura que eran, al mismo tiempo, apelación y búsqueda de identidad, como los Comentarios Reales del Inca Garcilaso, Crónica del Buen gobierno, de Huamán Poma de Ayala, o posteriormente, el famoso “Edicto de Chichas” de Túpac Amaru, por citar solo tres casos célebres.

Palabra hablada y palabra escrita. Las explicaciones

La escritura es un “[c]onjunto de operaciones, materiales, productos vinculados con la producción y el uso de los sistemas gráficos” (Cardona 1994:33). En consecuencia, solo puede haber escritura cuando ya se cuenta con un “sistema de signos gráficos” (Cardona 1994:25), que es el que permitirá que el mensaje permanezca, más o menos prolongadamente, en el tiempo (Cardona 1994:50). Ascensión Hernández de León Portillo señala que la palabra escrita “es el hilo que hace posible el pensamiento que, desafiando el presente, nos hace dialogar con los que nos precedieron y con los que nos seguirán, trascendiendo todos los tiempos y espacios de hombres y pueblos” (Hernández de León Portillo 1996:6).

Este sentido de trascendencia y permanencia en el tiempo es una condición de la que no gozan las culturas orales primarias, las cuales, según Walter Ong, aprenden pero no estudian porque “[c]on la ausencia total de toda escritura, no hay nada fuera del pensador, ningún texto, que le facilite producir el mismo curso de pensamiento otra vez, o aun verificar si lo ha hecho o no” (Ong 1996:40). Esta característica fue lo que permitió un hecho sustancial en el desarrollo del ser humano: el de liberar su mente para alcanzar un pensamiento más abstracto y original, y expandir sus horizontes totales. Así, la escritura representa un paso decisivo del homo sapiens, pues es la “adquisición de un vínculo entre pensamiento y símbolos materiales; por primera vez el género humano establecía una relación simbólica entre operaciones mentales y símbolos exteriores deliberadamente realizados” (Cardona 1994:61).

Pero recordemos que la escritura, en tanto invención humana, es una tecnología, es el “…sistema codificado de signos visibles por medio del cual un escritor podía determinar las palabras exactas que el lector generaría a partir del texto” (Ong 1996:87). De esta manera, “traslada el habla del mundo oral y auditivo a un nuevo mundo sensorio, el de la vista, transforma el habla y también el pensamiento” (Ong 1996:87). La escritura constituye así un nivel superior de la palabra hablada, a la que reconstituye “en el espacio visual y [con] la impresión la incrustó más categóricamente en el espacio” (Ong 1996:122).

La conquista de la escritura supone una nueva actitud intelectual, expresa Jack Goody. Es decir, es un producto cultural que surge en una sociedad que contiene ciertas características. En efecto, poner en signos de escritura lo que la boca pronuncia no es un acto sencillo, sino que requiere que la sociedad haya alcanzado algunas condiciones mínimas y necesarias para que ello ocurra. El paso de la oralidad a la escritura es un cambio que está relacionado con otros aspectos, como los psíquicos y sociales, con la producción alimenticia, el comercio, la religión, la tecnología, etcétera. Pero sobre todo, la escritura “intensifica el sentido del yo”, “eleva la conciencia” (Ong 1996:173): “La dinámica de la oralidad y la escritura forman parte integral de la evolución moderna de la conciencia hacia una mayor interiorización y una mayor apertura” (Ong 1996:173).

Como afirma Jean Bottéro, “[e]l discurso oral implica la presencia simultánea, en tiempo y lugar, de la boca que habla y los oídos que escuchan” (Bottéro 1995:19), por ello, la palabra hablada se caracteriza por su fugacidad: “Uno de los resultados más importantes de esta tendencia homoestática es que el individuo no tiene demasiada percepción del pasado si no es función del presente, mientras que los anales de una sociedad en cultura escrita inevitablemente imponen un reconocimiento más objetivo de la distinción entre lo que fue y lo que es” (Jack Goody y Ian Watt 1996:45). El discurso escrito trasciende entonces tanto el espacio como la duración. “Se convierte en un ‘objeto’, coherente, autónomo y manipulable a voluntad” (Bottéro 1995:20). El texto escrito, al contrario de la tradición oral, es multiplicable, comunicable y acumulable. Como señala Jack Goody: “La importancia de la escritura radica en que crea un nuevo medio de comunicación entre los hombres. Su servicio esencial es objetivar el habla, suministrarle al lenguaje un correlato material, un conjunto de signos visibles. De este modo, el habla puede transmitirse a través del espacio y preservarse a través del tiempo; lo que la gente dice y piensa puede rescatarse de la transitoriedad de la comunicación oral” (Goody 1996:12).

Jack Goody y Ian Watt (1996) enfatizan en que la escritura permite la transmisión de la herencia cultural de generación a generación: traspasa tanto el acervo material como las pautas de comportamiento, y las categorías de conocimiento. En las sociedades ágrafas el lenguaje se desarrolla al compás de la experiencia de la comunidad, entonces entran en juego la memoria y el olvido, y las palabras son ajustadas en cada generación. En la cultura oral todo está en la memoria. “En la cultura escrita, en cambio, la memoria pierde casi todo su valor, cada conocimiento que no sea de uso inmediato, cotidiano, se pasa a algún documento” (Cardona 1994:128). Entonces se establece una particular relación entre la escritura y la memoria: “la escritura suministra a quien la posee también un modelo que organiza y clasifica los conocimientos, una especie de casillero en el cual se disponen las cosas que hay que recordar” (Cardona 1994:134). Jacques Le Goff (1991) sostiene que la memoria escrita se agrega a la memoria oral y la transforma. La escritura, en la medida que fortalece la historia, debilita la memoria y el recuerdo, pues como afirma Lefebvre, no hay historia sin documento.

Además, y esto apunta a las condiciones socio-culturales previas. La palabra escrita, entonces, depende de la “masa de la oralidad”, que es “un soporte, una masa indistinta, apta para transmitir y perpetuar la tradición oral, siempre abundante y fecunda, para alimentar de este modo a los especialistas en escritura, es decir, a los escritores y pensadores” (Bottéro 1995:19). Para Clarisse Herrenschmidt se trata del contexto, que es “esa red en la que estamos envueltos: la relación de las cosas del lenguaje con las cosas del mundo, instalada por la lengua en el corazón del hombre, relación inmediata, casi sensible, que plantea una identidad siempre necesaria, representada día tras día y sin embargo falaz. El contexto de la escritura es el hombre en el lenguaje y en el mundo” (Herrenschmidt 1995:98).

Aquel que expresa al mundo mediante lo escrito “invade, explora y, llegado el caso, transforma las posibilidades intrínsecas del grafismo que le pertenece. El usuario es ya un sujeto que habla, que dice “yo” y se apropia así del lenguaje; por medio de la escritura se apropia de él visiblemente y se introduce por su propio impulso en el contexto, en la relación de las cosas del lenguaje con las cosas del mundo, tal como lo establece la escritura” (Herrenschmidt 1995:110). Además, “la escritura, al objetivar las palabras y hacer accesible su significado a una inspección mucho más prolongada e intensa de la que es posible oralmente, fomenta el pensamiento privado” (Jack Goody y Ian Watt 1996:71).

Pero existe un problema, y es que “la escritura se ha hecho para unos pocos” (Cardona 1994:118), es decir, forma parte de los artilugios del poder. Retomando a Jean Bottéro, se puede afirmar que son los pocos, es decir, quienes constituyen una élite intelectual, los que pueden desarrollar una tradición científica y una tradición literaria, logros que jamás podría alcanzar la sociedad exclusivamente oral. Esto se explica porque el principal soporte de la escritura es la capacidad de abstraer, de “alcanzar el dominio de un pensamiento cada vez más capaz de liberarse de lo inmediato, de lo singular, de lo concreto y de lo casual” (Bottéro 1995:31). La escritura se convierte entonces en un diferenciador social: “La escritura es prerrogativa de algunos estratos sociales, de ciertas clases o castas; muy probablemente será la visión de estos estratos lo que esté influido; pero también es probable que a causa del prestigio de que goza la escritura entre quienes no la poseen, las ideologías que la acompañan se irradien a ambientes amplios” (Cardona 1994:185). De esta manera, la escritura es un “terreno ideológico” (Cardona 1994:109) de lucha, en el que también se puede expresar la rebelión.

La expansión de la lengua oficial permite que el Estado, el gobierno central, pueda transmitir sus órdenes. A fin de cuentas, “la escritura se usó para constituir el poder en una sociedad” (Bowman y Woolf 2000:12). En efecto, “[e]l empleo de la escritura por parte del estado, como un instrumento de organización, exige que se preste gran atención a la índole de la burocracia. La burocracia implica algo más que el simple uso de pluma y papel” (Bowman y Woolf 2000:22).

En este proceso de constitución del Estado y del yo, la Real Ordenanza de 1554, como recuerda Béatrice Fraenkel (1995), estableció la obligatoriedad de la firma en los documentos públicos, lo que supuso el abandono del sello. Es la sociedad de la imprenta. Es la “instauración irreversible del derecho escrito”, pero que supone una exigencia social: que todos sepan escribir. Entonces, el alfabeto se convierte en el “máximo ejemplo de difusión cultural”, y marca una diferencia drástica con las sociedades “oligoletradas”, que es la restricción de la cultura escrita a unos pocos. La firma “corona el advenimiento del patronímico”. Transforma la identidad de cada persona. Ese “yo” que escribe adquiere plenitud con la firma que lo identifica e individualiza. Pero hay que tener en cuenta que “[e]l letrado no es sólo el que conoce los textos; es también el que reconstituye, al leerlo, el texto que tiene ante sí” (Jack Goody y Ian Watt 1996:84), si no, no habría comunicación, y la escritura perdería todo su poder expresivo.

La cultura escrita supone y expresa una mayor individualización y división extensa del trabajo. Entonces las técnicas de leer y escribir adquieren influencia o importancia: permiten la distinción formal entre lo sagrado y lo profano, adquieren relevancia las instituciones de la cultura escrita; se procesa una especialización sin precedentes del intelectual profesional, y una gran variedad de opciones que ofrece la literatura registrada. Armando Petrucci sostiene que no es posible disociar a los instrumentos y técnicas de la lectura y escritura, por el contrario, afirma que entre ambas esferas se constituye el mundo de lo escrito:


    En el curso de la historia de las sociedades de expresión escrita, los procedimientos manuales e intelectuales que contribuyen de manera concreta a la realización de las escrituras o, mejor, de los testimonios escritos, han sido directamente influidos y determinados por los instrumentos, los materiales y las técnicas adoptadas y han variado enormemente en el tiempo. Lo cual quiere decir que las técnicas de escritura comprometen en cada ocasión, de diferentes maneras, las aptitudes intelectuales, visuales y manuales de aquellos que escriben, determinando la duración de la ejecución, la posición física y los gestos, en suma, la relación con el espacio y el tiempo (Petrucci 1999:118).


En las sociedades coloniales esos instrumentos, técnicas, materiales y esa peculiar concepción del tiempo y del espacio llegan desde afuera, con la escritura misma, y tardan un tiempo en aclimatarse y volverse parte de lo propio.

De lo oral a lo escrito: transición (y ruptura) compleja

El paso de la oralidad a la escritura es, sin embargo, una transición sumamente compleja y dolorosa en sociedades coloniales, pues no solo se trata de una transición “natural” al interior de un proceso acumulativo de aprendizajes y de necesidades (cognoscitivas, comunicativas, organizacionales) que demandan su satisfacción, sino que produce quiebres y rupturas profundas. Cuando se instala la palabra (escrita) invasora en un contexto ágrafo, altera y rompe un patrón de acumulación cultural; su imposición expresa —y ayuda a consolidar— otras esferas de la dominación foránea a cargo de una minoría. A diferencia de Grecia (Havelock 1996; Pérez Cortés 2004), por ejemplo, en donde la escritura fue una conquista que nació de su interna evolución intelectual, en el Perú colonial la escritura no apareció como una conquista propia sino como una imposición exógena. Los signos no correspondían a la palabra hablada. Es evidente la posición de exterioridad —que es el “hablar desde afuera de una sociedad a la que no se pertenece” (De Oto 1996:21)—. De quienes poseían el dominio de lo escrito. Los cronistas toledanos son un ejemplo de ello.

Pueblos (los andinos) sin grafía, descubrieron de pronto que todo el ordenamiento social, cultural, religioso, político y militar ya no encontraba sus razones en lo tradicionalmente conocido, sino en lo que los invasores habían obligado a incorporar y adoptar. Y no solo ello, peor aun fue que observaban que lo que había dado estabilidad a su forma de vida ahora se constituía en lo subordinado y despreciado, en proceso de extinción. En esa nueva realidad aprender a escribir significaba que toda una cosmovisión se derrumbaba. Ingresar a la cultura escrita significaba adquirir no solo una tecnología sino aceptar la incorporación subordinada a otra cultura totalmente extraña.

El inevitable reinado de lo escrito expresaba, además, una ruptura con los patrones comunicativos propios de las sociedades orales andinas. Los sabios fueron reemplazados por los funcionarios o los sacerdotes; la memoria por el documento; el cara a cara por el papel escrito. Todos estos cambios, ya de por sí dramáticos, traían el agravante de que la traducción —de su vida y pasado— a lo escrito no era, por lo general, fidedigna. Si la memoria es contrariada, los esfuerzos por hallar una identidad se torna aun más difícil.

La palabra escrita también exigió un esfuerzo de resignificación de toda su complejidad socio-cultural por parte de los pueblos indígenas. Si la escritura es la representación de vivencias y formas de pensar de una comunidad, de un pueblo o de una nación, en el caso de los subordinados coloniales que provenían de la oralidad no sucedía así. La palabra escrita les decía, en la mayoría de casos, muy poco. La grafía y los signos del castellano expresaban muy limitadamente su cosmovisión y sus usos. Los pobladores andinos tendrían que esperar un buen tiempo para que sus descendientes adquirieran conciencia de la necesidad de refundar una nueva escritura, como lo expresarían después, con toda claridad, Gamaliel Churata y José María Arguedas, por ejemplo, quienes exigirían en su momento que nuevos signos de escritura (acordes con las lenguas originarias) se fundieran con los que ya se habían aclimatado en nuestro suelo desde el siglo XVI. El mestizaje cultural necesitaba también de un mestizaje escritural.

Entonces, la escritura adquiere nuevas connotaciones, no solo como instrumento de dominación, sino, como afirma Giorgio Raimondo Cardona, de rebelión. La palabra escrita sirve entonces para liberar: “así como se puede ver qué instancias del discurso dominante se trasladan al discurso subordinado por medio de la hegemonía del primero, es necesario saber qué elementos son apropiados y resignificados por el segundo, a la par de establecer de qué manera el discurso hegemónico es alterado o cambiado por la interacción” (De Oto 1996:21). En el contacto se produce la ironía de que las distancias se acortan entre el narrador y los “narrados” (De Oto 1996:23). Y, simultáneamente, la lectura se vuelve heterogénea, pues “permite situar las expresiones explícitas del autor, dichas en el contexto de una idea de homogeneización, en el ámbito de las luchas por imponer una narración sobre otra, desplazando el supuesto de que la victoria ya se ha obtenido desde el momento en que se enuncia la palabra “imperial” (De Oto 1996:145).

Silvio Zavala, cita el caso del Oidor Tomás López, quien en carta a los reyes de Bohemia (Guatemala, 25 de marzo de 1551) expresa: “y con la continua conversación aprenderían nuestra policía de comer, de beber, de vestir, de limpiarnos y de tratar nuestras personas, y nuestras cortesías y ceremonias en el hablar, y nuestras crianzas, y finalmente nuestra lengua, que es lo que pretendemos” (Zavala 1996:45). Lentamente, lo exógeno se fue aclimatando en el cuerpo social invadido, pero al mismo tiempo, la sociedad colonial introdujo subrepticiamente sus formas de vida y representaciones mentales, pero no por ello anulando las diferencias sociales, por el contrario, otorgándoles a estas nuevas bases:


    Los sirvientes, las mancebas o las esposas indias acogidas en los hogares criollos y mestizos, introducían miserablemente sus idiomas autóctonos desempeñando, sin saberlo, un papel de importancia en el alineamiento social de las razas y clases de América. Más tarde, al desencadenarse la guerra de independencia, se vería que el bajo clero lucharía con frecuencia al lado del pueblo contra el poder metropolitano, en tanto que la alta jerarquía se asociaría a las clases interesadas en la conservación del régimen colonial” (Zavala 1996:56).


Luego de un primer momento de imposición, la cultura escrita se transformaría recogiendo e incorporando a lo subordinado hasta adquirir un nuevo carácter, más rico y diverso. Como sostiene Octavio Paz, el español actual “no sería lo que es sin la influencia creadora de los pueblos americanos con sus diversas historias, psicologías y culturas” (Paz 1997).
 

BIBLIOGRAFÍA

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Cardona, Giorgio Raimondo (1994); Antropología de la escritura, gedisa, Barcelona

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Goody, Jack (compilador) (1996); “Introducción”, en Cultura escrita en sociedades tradicionales, gedisa, Barcelona

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Havelock, Eric A. (1996); La musa aprende a escribir. Reflexiones sobre oralidad y escritura desde la antigüedad hasta el presente, Paidós, Barcelona

Hernández de León Portillo, Ascensión (1996); Boletín Editorial de El Colegio de México, núm. 69, Septiembre-Octubre, México DF.

Herrenschmidt, Clarisse (1995); “El todo, el enigma y la ilusión. Una interpretación de la historia de la escritura”, en Bottéro 1995.

Ong, Walter J. (1996); Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, Fondo de Cultura Económica, México

Oto, Alejandro J. de (1996); El viaje de la escritura. Richard F. Burton y el este de África, El Colegio de México, México DF.

Paz, Octavio (1997); “Nuestra lengua”, en La Jornada, martes 8 de abril, México DF.

Pérez Cortés (2004); Palabras de filósofos. Oralidad, escritura y memoria en la filosofía antigua, Siglo XXI, México

Petrucci, Armando (1999); Alfabetismo, escritura, sociedad, con prólogo de Roger Chartier y Juan Hébrard, gedisa, Barcelona

Schofield, R.S. (1996); “Los niveles de alfabetización en la Inglaterra preindustrial”, en Goody 1996

Zavala, Silvio (1996); Poder y lenguaje desde el siglo XVI, El Colegio de México, México DF.
 

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