Osmar Gonzales Alvarado
Gamaliel Churata y la tarea de los intelectuales Gamaliel Churata y la tarea de los intelectuales

Por Osmar Gonzales Alvarado
Fuente: Lima, noviembre 2009

Arturo Peralta, más conocido como Gamaliel Churata, el líder de la intelligentsia puneña de inicios del siglo XX, que dirigió el grupo Bohemia Andina que editó la página literaria La Tea (1917-1918), y luego el grupo Orkopata que editó el famoso Boletín Titikaka (1926-1930), vivió cerca de dos décadas en Bolivia (por razones políticas, debido a su filiación comunista). En dicho país publicó, según algunos estudiosos, cerca de 6 mil artículos en diversas revistas y periódicos, algunos de los cuales han sido compilados por Guisela Gonzales Fernández (1).

Del amplio espectro que presenta la antología quiero detenerme en los artículos en los que Churata reflexiona en torno a lo que considera deben ser las tareas del intelectual en un mundo en cambio luego de la Segunda Guerra Mundial (1940-1945), en el que las ideologías presentan transformaciones drásticas y las antiguas creencias pierden su sentido. Todo ello sustentaba la percepción, o convicción, de que lo establecido se había venido abajo. Y en ese orbe en mutación la misión del intelectual ya no puede ser sosegada, ahora su papel se encuentra en la calle, debe “ir al encuentro de los hombres necesitados de conducción, mediante el libro, la prédica de la tribuna, la prensa y mediante la actuación personal también. Este es su verdadero campo, lo cual no quiere decir que ha de dar batalla sin previa preparación y horas de estudio o meditación que significa el templar el espíritu para lanzarse a la empresa; pero el intelectual ha de saber distribuir su tiempo” (“El deber del intelectual”, de 1949, p. 265). Por estas razones, el intelectual ya no debe buscar alejarse de la acción (“Pensamiento y acción”, de 1949), un argumento que se emparenta con en el que unas décadas antes había sostenido Manuel González Prada en “El intelectual y el obrero”, de 1905. Luego, Churata dice: “Y en el debate habrá que referirse al papel vital y necesario de esos inofensivos pensadores, tímidos, distraídos, desinteresados de todo lo terreno, y cuyas sistematizaciones abstractas están tan cargada[s] de fomento dinámico, que suelen imprimir su sello a la acción, a veces secular, de pueblos enteros” (pp. 262-263).

En “La disciplina intelectual” (1949), Churata señala que la época en la que se consideraba, románticamente, que el intelectual debía esperar —pasiva y melancólicamente— la inspiración para escribir sus textos había quedado atrás, que, por el contrario, ahora se puede observar una verdadera profesionalización del escritor que va puliendo su propio estilo escritural: “Muy pausadamente se va creando entre nosotros el nuevo estilo intelectual, aquel que toma la tarea de escribir como una cualquiera otra disciplina profesional cuyos fundamentos son una larga preparación que incluye la virtud que recomendaba algún maestro y la llamaba la paciencia para esperar, y a ello añadido una continuada práctica y dedicación al arte de la escritura” (p. 234).

Este proceso de profesionalización del intelectual —que va de la mano con la perfección estilística—, se da en un contexto en el que se va dejando atrás una forma deshumanizadora de entender al ser humano, justamente, que pretendía reducirlo casi al papel de una máquina o de un robot, como en su momento lo denunciara Charles Chaplin en Tiempos modernos. En “El nuevo humanismo” (1949), Churata afirma con optimismo: “El intelectual responsable es un hombre de acción. Transita allí donde está el gesto heroico de las multitudes. La posguerra creó —está creando— una insurgencia de la dignidad humana. Un despertar. El anti humanismo en el arte, en la literatura, bucea en la calle del olvido” (p. 236).

Estas ideas las reitera y profundiza en otro artículo, “Los problemas del hombre y la cultura” (1949), en el que sostiene que la cultura, para ser realmente tal, debe enraizarse en los problemas del ser humano. Por ello, a pesar que existen muchas definiciones sobre ella, concluye que “toda forma de cultura posible, cualquiera sea la interpretación que se dé de ella jira [sic] en torno del hombre, es cuestión unánimemente sostenida por todos los filósofos e investigadores culturalistas” (p. 267).

De esta manera, Churata guarda la convicción de que el intelectual no es aquel ser que —pretendían algunos— debía mantenerse por encima y por fuera de los conflictos reales que atraviesa la sociedad (como Julien Benda, por ejemplo), sino que debe inmiscuirse en ellos, ser parte de la propia acción. Solo por medio de su compromiso con la vida puede ejercer su peculiaridad creadora: “La inteligencia no podría orillar el drama social. Tenía y tiene que vincularse, en una plena vecindad, en la vida; con el esfuerzo creador que construye” (p. 237). La abstracción metafísica no puede ser ya parte de su programa de vida como sujeto social. El filósofo puro ha sido arrasado por los acontecimientos. Muy similares son los planteamientos de Churata con los de José Carlos Mariátegui y sus artículos en los que anunciaba la emergencia del “hombre matinal”, luego de la Gran Guerra (1914-1918).

El drama social al que alude Churata coloca al intelectual, casi naturalmente, de cara a la realidad del pueblo, del cual debe extraer los elementos más significativos de su arte. En “La revolución nacional y su trascendencia estética” (1953), y otorgando un sentido profundamente social al escritor, pero sobre todo al poeta, afirma: “El verdadero artista es aquel que da expresión consciente a los anhelos del pueblo. Y el poeta, el gran poeta, en el más puro sentido de la palabra, es aquel que busca en el subconsciente de la masa, para extraer los símbolos, cargados de significación, para hacerlos trascender hacia el futuro, en premonición y mensaje a través de una estructura inviolable para la eternidad” (p. 246).

En un artículo muy importante (“América y su habla”, de 1963), Churata defiende la tesis de que la forma de expresión literaria es indesligable del espíritu del pueblo que la ha creado. Por ello, sostiene, “[s]i América es una realidad genéticamente mestiza, la literatura americana debe ser idiomáticamente híbrida” (p. 249). Pero ello supone, reitera, la reivindicación de la mirada antropocéntrica: “Si se busca acentuar una realidad americana en la literatura de América, tiene que comenzarse por acentuar menos el paisaje que la valoración antropológica” (p. 249). Como Simón Rodríguez o Manuel González Prada, Churata afirma que una nueva realidad y un nuevo espíritu implican una diferente forma de escritura, que se engarce con la propia forma de hablar; así, oralidad y literalidad deben constituir una nueva identidad. Estas ideas ya las había formulado Churata en 1927, en el Boletín Titikaka, diciembre de 1927, a propósito de Francisco Chuquiwanka Ayulo y su nueva ortografía fonética: “el derecho pues que nos asista para escribir como hablamos es cuestión que van a ventilar las nuevas generaciones de la América indígena”. Desde un punto de vista estricto, Churata, antes que José María Arguedas, plantea esta relación, y sus escritos tratan de representar con nuevos significantes las vivencias propias de lo más propio de nuestros pueblos: el nuevo indio o el mestizo.
 

(1) Guisela Gonzales Fernández, El dolor americano. Literatura y periodismo en Gamaliel Churata, Fondo editorial del Pedagógico San Marcos, Lima 2009. Todas las referencias provienen de este libro, solo coloco entre paréntesis el número de página en las que se pueden encontrar las citas extraídas.

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