Osmar Gonzales Alvarado
Pluma y pincel Pluma y pincel

Por Osmar Gonzales Alvarado
Fuente: Lima, noviembre 2006

Las primeras décadas del siglo XX siguen siendo una especie de imán para los estudiosos peruanos. Es un tiempo que, desde diversos ángulos, perspectivas y adscripciones intelectuales, ideológicas y hasta políticas, ha sido abordado para conocer la evolución intelectual, estética y artística de nuestro país. De alguna manera, hasta quizás inconscientemente, se reconoce a aquella época como fundadora de procesos contemporáneos, el origen de muchos de ellos.
 
Para confirmar lo dicho basta con recordar nombres y títulos que han dejado profunda huella y que se han vuelto canónicos para sus seguidores: César Vallejo, José de la Riva Agüero, Martín Adán, José María Eguren, Víctor Andrés Belaunde, José Carlos Mariátegui, Francisco y Ventura García Calderón, Víctor Raúl Haya de la Torre, Jorge Basadre, Abraham Valdelomar y un larguísimo etcétera. Y títulos como Trilce, La historia en el Perú, La casa de cartón, La realidad nacional, 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, El Perú contemporáneo, La venganza del cóndor, El antiimperialismo y el APRA, Perú, problema y posibilidad, El caballero Carmelo, entre muchos más. La literatura, las reflexiones sociológica y política, las investigaciones históricas y otras ramas del saber tuvieron un impulso poderoso y dejaron cánones, modelos a seguir en la vida intelectual peruana de las décadas posteriores.
 
Lo mismo ocurrió con la caricatura, especialmente la caricatura política. En los primeros años del siglo XX apareció un conjunto de brillantes artistas que plasmaron sobre el papel su peculiar forma de ver los acontecimientos nacionales e internacionales, retratando a los personajes de la época buscando resaltar exageradamente sus defectos, vicios, y hasta sus velados juegos políticos que pretendían mantener ocultos ante los ojos del público. Curiosamente, la caricatura política, al deformar los rasgos de los personajes, expone su personalidad oculta. Provocando la sonrisa subvierte las jerarquías, disuelve la rigidez social y le permite, al ciudadano, cobrar venganza de los políticos y personajes públicos que, usualmente, no lo reconoce ni toma en cuenta.
 
De esta manera, la caricatura política, muchas veces más eficaz que los análisis serios, se convirtió en algo más que en un juego de formas y colores, se transformó en radiografía que deja traslucir los intereses existentes más allá de los ritos públicos del poder y de los discursos formales, y contribuye a la formación de la opinión pública, pues funge de lente de aumento que permite reconocer los verdaderos contornos y sustancias de los acontecimientos políticos.
 
Con la caricatura política, a pesar de retratar caretas y máscaras, no pierde sino que engrandece su sentido, pues detrás de ellas emerge la verdadera personalidad del caricaturizado. Sobre todo esto trata el libro de Raúl Rivera Escobar, Caricatura en el Perú. El período clásico (1904-1931). [1] 
 
El libro de Rivera Escobar pone en actualidad una visión fresca sobre la caricatura política, en donde combina el contexto político, el entorno urbano con una Lima que se modernizaba velozmente de la mano del Alcalde Federico Elguera, los personajes caricaturizados, los propios artistas y ofrece pistas para entender nuestro proceso cultural, entendido de un modo amplio.
 
La caricatura política no solo fue fruto de la inspiración y del genio artístico, también fue expresión de una técnica que alcanzó altos grados de depuración, amparados en las novedades tecnológicas que se empezaron a introducir en esos años en las formas de impresión y en el uso de los colores. La muestra más acabada de la sofisticada técnica que alcanzaron nuestros caricaturistas de entonces la ofrece el artista arequipeño Julio Málaga Grenet, quien siendo muy joven, cuando bordeaba los 20 años de edad, irrumpió en las páginas de las revistas de principios del siglo XX para renovar este arte. Un discípulo suyo fue Abraham Valdelomar, en quien en un principio prevaleció la vocación de dibujante por la del escritor.
 
Pero también están presentes, dejando sentir su importancia, artistas como Pedro Challe, Jorge Vinatea Reinoso, González Gamarra, José Luis Caamaño, Sixto M. Osuna, Jorge Holguín Lavalle, José Alcántara la Torre, Manuel Benavides Gárate, entre otros. Cada uno con su estilo contribuyó a enriquecer el arte de la caricatura política en nuestro país.
 
Paralelamente al auge de la caricatura política se experimentó una explosión de revistas de todo corte que cumplieron el papel de tribuna para los artistas del pincel. La lista es abundante: Actualidades, Don Lunes de Federico More, Fray Kbezón, Fray, El Mosquito, Gil Blas, El Fígaro, El Hombre de la Calle, y muchas más. Hasta llegar a la gran revista de la época, Variedades, de Clemente Palma, y después Mundial de Andrés Aramburú Salinas. Hubo revistas de carácter anti-clerical, pro-gobiernistas, de oposición, para niños, de actualidad política. A ellas se sumaron grandes periódicos como El Comercio, La Prensa, La Crónica. Se trató, pues, y aunque parezca reiterativo, de un tiempo feraz para las artes, el conocimiento y el periodismo. Y dentro de esta abundancia destaca el semanario festivo Monos y Monadas que Leonidas Yerovi sacó a la luz junto con Málaga Grenet.
 
Precisamente, Yerovi (1881-1917) es objeto de una merecida publicación en la que se rescata su obra completa en tres tomos, [2] gracias a la labor de Juana Yerovi Douat (compiladora) y a Marcel Velásquez (editor). En Yerovi se debe reconocer a uno de los principales protagonistas del periodismo moderno en el Perú.
 
El periodismo de principios del siglo XX fue expresión, y apuntaló a su vez, el proceso de modernización urbana, de Lima especialmente, convirtiéndose en un espacio importante de la vida cultural, como menciona Velásquez: Periodismo y literatura marcharon juntos, pues el periódico fue un espacio privilegiado para que aparecieran, por entregas semanales, las creaciones literarias de los autores, tal como sucedió en la Europa del siglo XIX.
 
El periodismo que emergía combinaba escritura con imágenes, y es entonces cuando cobran auge las caricaturas, políticas señaladamente, como hemos visto a propósito del libro de Rivera Escobar. Yerovi fue uno de los adalides de este nuevo periodismo. Sus colaboraciones abarcaban los diferentes géneros, como las letrillas políticas, el relato costumbrista, las crónicas urbanas, las noticias internacionales, la crítica literaria y las notas policiales. Yerovi, además, fue dramaturgo y poeta, identificado con la onda criollista de la ciudad que se modernizaba introduciendo no solo cambios de infraestructura y tecnológicos, sino, sobre todo, nuevas formas de socialización, politización y de pensamiento.
 
Yerovi, no obstante ser un abierto admirador de Nicolás de Piérola y pertenecer al Partido Demócrata, agrupación política con presencia popular, fue opositor a las jornadas cívicas que llevaron al más conspicuo seguidor del caudillo, Guillermo E. Billinghurst (1912-1914), al poder. Quizás veía en el político sureño la evidencia de una traición en contra del Califa, a quien había acompañado en innumerables jornadas, levantiscas incluso.
 
Quizás Yerovi no estaba preparado para entender los cambios sociales y políticos que desde ese tiempo cobraba vida en las calles. Aunque después Yerovi tendría una visión menos severa hacia el mundo trabajador que se politizaba, en gran parte por su oposición al civilismo gobernante.
 
Yerovi fue colaborador de los diarios La Crónica y La Prensa. Aún queda como tarea relevar cuán importante fueron estos impresos, junto a El Comercio, en la conformación de núcleos de periodistas e intelectuales. Yerovi en La Prensa coincidió con personajes tan notables como Abraham Valdelomar y José Carlos Mariategui, por citar solo dos nombres emblemáticos. De esta manera, el periodismo no era solo divulgación de hechos ni inventario de escándalos, era sobre todo espacio de formación de opinión pública deliberante. Cómo se extraña ese rol de la noticia impresa.
 
La obra de Yerovi no es ni la mirada nostálgica sobre Lima que primó en José Gálvez, que con el seudónimo de Picwick escribía en La Crónica, diario del que además era su director; ni se entusiasmaba con la vorágine de transformaciones que alentaba Valdelomar. Reconocía la importancia de los cambios pero al mismo tiempo blandía su pluma para criticar a los nuevos inventos, como el cine o el automóvil. Se aburría en el tedio de la República de Notables pero cuestionaba el nuevo vértigo en el que empezaba a vivir la ciudad. Su crítica a los choferes y la velocidad nos recuerda en algo al malestar que experimentaba Federico More frente a las innovaciones tecnológicas, especialmente el automóvil.
 
Dentro de las transformaciones descritas, el arte gráfico impactó en el periodismo escrito y viceversa. Ahí están por ejemplo las crónicas parlamentarias de Valdelomar y Mariátegui, en las que con la pluma, y no con el pincel, diseñaban sabrosas e inteligentes caricaturas de los políticos de su tiempo, y sobre ellas, los artistas del pincel y los colores realizaban sus creaciones. Las cuartillas de Yerovi también tienen un colorido inocultable cuando se refieren a las experiencias de la vida cotidiana y a sus personajes. En ello radica gran parte de su atractivo.
 
Yerovi murió de forma trágica, fue asesinado de un balazo por un furibundo celoso; temas de faldas, que contribuyen a redondear ese halo romántico y bohemio de los años iniciales del siglo XX. Por ello, More hablaba de que la suya fue una generación infortunada, pues estaba marcada por las muertes prematuras de sus más originales representantes como Valdelomar, Mariategui y el mismo Yerovi. ¡Qué jóvenes se fueron, pero cuánto dejaron a nuestra cultura! Pero, claro, junto a ellos debemos considerar a quienes tuvieron larga vida, como Haya de la Torre, el mismo More, Sánchez y otros.
 
De la mano de estos importantes personajes, la forma de escritura de principios del siglo XX en el Perú sufrió grandes cambios. Se experimenta, se crea libremente, se rompen moldes. A la corrección gramatical, al respeto exagerado por la métrica, a la búsqueda a veces patética de la rima lo reemplazan creaciones que desde lo estético traducen y generan nuevas sensaciones, más cercanas a la vida real y con más ansias de futuro. José María Eguren, César Vallejo, el propio Valdelomar, Gamaliel Churata, Carlos Oquendo de Amat, entre otros, nos permiten acercarnos a la infinidad de posibilidades que tiene el lenguaje.
 
La prosa también adquiere nuevos tonos, que se expresa en el naciente periodismo moderno, como he señalado, y en otro tipo de publicaciones. Curiosamente, Alberto Hidalgo (1897-1967) siendo poeta es uno de los mejores representantes del nuevo uso de la prosa, especialmente cuando de aniquilar a adversarios se trataba. Si bien nuestro país cuenta con plumas temibles como la de Manuel González Prada o Federico More, por ejemplo, con Hidalgo el libelo adquiere un nivel superior.
 
Este “genio del desprecio” que fue Hidalgo ha merecido una especial atención desde hace algunos años del estudioso Álvaro Sarco, quien es responsable de algunas ediciones recientes del poeta arequipeño, como De muertos, heridos y contusos y Alberto Hidalgo. Cuentos, además de una larga lista de artículos y estudios sobre este polémico personaje. Ahora, en asociación con Juan Cuenca, nos entrega un abundante volumen titulado precisamente Alberto Hidalgo, el genio del desprecio [3], en el que se ofrece una amplia selección de textos del propio Hidalgo, además de comentarios de estudiosos, nacionales y extranjeros, de su obra u ocasionales adversarios, a los que siempre cultivó con dedicación el autor de Panoplia lírica.
 
Ególatra, soberbio, grandilocuente, coprolálico, mujeriego pero, sin ninguna duda, gran poeta e ingenioso re-creador de la escritura, Hidalgo puede generar rechazo por su temperamento pero siempre despertará admiración por su talento. Gabriela Mistral así lo reconoció cuando lo propuso al Premio Nobel de Literatura allá, por los años 50. Enemigos tuvo Hidalgo, muchos e ilustres: Jorge Luis Borges, José de la Riva Agüero, Víctor Raúl Haya de la Torre, Luis Alberto Sánchez, Miguel Sánchez Cerro y muchos más. Hidalgo generaba enconos, y para él no había distinción entre lo privado y lo literario, sus juicios sobre estética se nutrían (o envenenaban) según sus amores y odios. Y de esta amalgama podían surgir hermosos homenajes o lapidarios epítetos.
 
Hidalgo fue parte de la Generación del Centenario, uno de sus miembros más jóvenes, por lo tanto compartía la nueva sensibilidad que se consolidaba en medio del auge económico, la estabilidad política y la modernización urbana de la República de Notables, ubicada entre el fin del segundo militarismo post-guerra de 1879 y la convulsión política de las clases trabajadoras de los años 30. Al igual que muchos personajes ya mencionados en estas páginas, Hidalgo sintió y experimentó la necesidad de la creación libre y sin ataduras con respecto a alguna deuda literaria, política o estética.
 
Tuvo profunda vocación de parricida (simbólico) Hidalgo. Por ello, admiraba al maestro de la juventud de su tiempo, González Prada, así como profesaba sincera devoción por Valdelomar, con quien inició su amistad desde los tiempos de la revista Colónida. No fue uno de los colónidos, pero siempre estuvo cercano a ellos. No olvidemos que el propio Mariategui, amigo entrañable del Conde de Lemos, era aún muy joven, y más joven incluso era Hidalgo. Pero lo fundamental es que compartían un mismo espíritu, iconoclasta, irreverente, refundador. Las fulminantes páginas contra personajes públicos de su época, nos refrendan a Hidalgo como el que llevó a sus límites más extremosos el verbo flamígero. Como señala Sarco, la capacidad de crear metáforas, colocan a Hidalgo en un lugar especial en las letras peruanas, aunque cuando el mensaje fuera la diatriba.
 
Hidalgo fue aprista, como Luis Alberto Sánchez, Manuel Seoane, Antenor Orrego y muchos más de su generación; pero también como muchos de las generaciones posteriores, renunció a dicho partido cuando consideró que Haya de la Torre los había traicionado. La renuncia de Hidalgo fue muy hidalguiana: estridente, acusadora y, podríamos decir, hasta injusta en muchas partes. Ese panfleto ¿Por qué renuncié al APRA? es una pieza de antología del agravio, aunque no supera las páginas dedicadas a Sánchez Cerro. Pocas veces como con Hidalgo el insulto adquirió contornos estéticos. Su forma de escritura hubiera sido impensable en décadas anteriores.
 
Los libros que he comentado nos permiten observar de una manera más amplia y novedosa las tres primeras décadas del siglo XX. El periodismo moderno, la caricatura, las nuevas expresiones de la cultura escrita, las transformaciones del paisaje social, del espacio urbano y de la esfera política constituyen elementos de un trasfondo amplio que explica o da sustancia y sentido a personajes como los retratados y sus respectivas creaciones intelectuales en una época seminal de la que hasta ahora somos deudores.
 
 
[1]Raúl Rivera Escobar, Caricatura en el Perú. El periodo clásico (1904-1931), 2da. Edición, Universidad Particular San Martín de Porres-Fondo Editorial de la Biblioteca Nacional del Perú, Lima, 2006
 
[2]Marcel Velásquez (editor) y Juana Yerovi Douat (compiladora), Leonidas Yerovi. Obras completas, Fondo Editorial del Congreso, Lima, 2006
 
[3]Álvaro Sarco (editor), Alberto Hidalgo, el genio del desprecio. Materiales para su estudio, talleres tipográficos, Lima, 2006
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