Alberto Flores Galindo
La hazaña como deber: perfil de Alberto Flores Galindo La hazaña como deber: perfil de Alberto Flores Galindo

Por Gonzalo Portocarrero
Fuente: Blog de Gonzalo Portocarrero Domingo, agosto 07, 2005.

Desde prácticamente el inicio de su trayectoria intelectual, Alberto Flores Galindo destacó por su creatividad y su consiguiente resistencia a los muchos dogmatismos del momento, los inicios de la década del 70. En principio la creatividad es la capacidad de producir un acontecimiento; es decir, algo nuevo que, oponiéndose a la marea del sentido común, permita dar un significado a informaciones disgregadas, a hechos oscurecidos por los intereses o por los consensos mayoritarios. Ser creativo es la facultad de hacer algo sin reglas, de salirse de las recetas, para desarrollar intuiciones que se anuncian débilmente como ruidos o inquietudes silenciados por las siempre confortables simplificaciones. Las actitudes fundantes de la perspectiva de Alberto Flores Galindo fueron pensar a contracorriente y tratar de ir más lejos. Esta posición implica una ruptura con el espíritu gregario y, sobre todo, una sensibilidad para registrar “lo disonante”, para darle un significado que abrirá nuevos horizontes a la comprensión de nuestra realidad. En la base de la actitud creativa está, pues, una oferta de liderazgo, un instinto de ruptura, a la vez que un anclaje denso, sensorial, en el mundo; ese tipo de vínculo con las cosas que nos permite adentrarnos es sus entrañas, hacer significativos esos ruidos a quienes nadie hace caso. La originalidad implica un ejercicio de coraje, correr el riesgo de ser incomprendido. Pero quizá, y sobre todo, una capacidad para autorizarse a sí mismo a sacar todas las consecuencias de un punto de vista, en vez de recalar en los argumentos de moda.

El pensamiento pone en relación fenómenos previamente identificados; separa, distingue, analiza. Todo ello en el transcurso de un diálogo interior a través del que un argumento va cobrando forma. No obstante, la actividad de pensar no puede desligarse de la escucha y la intuición, a las que podemos definir como saltos o impulsos imaginativos. Se trata de esperar y apoderarse de lo que apenas se insinúa. Son facultades más ligadas a la sensibilidad, al registro de nuestro ser en el mundo, a la corporalidad. A través de sus epifanías misteriosas, cristalizadas en metáforas, la intuición nos revela tanto los factores que tendrán que ser relacionados como, sobre todo, la prefiguración de su hilvanamiento. Todo ello representa la materia prima del pensamiento abstracto. La intuición capta paralelismos iluminadores entre realidades disímiles.

Alberto Flores Galindo trabajó largamente el siglo XVIII. Le interesaba, especialmente, comprender el funcionamiento de la sociedad limeña en la época de la independencia. Como buen historiador acumuló una gran erudición sobre el periodo. No obstante, para que la riqueza de los datos adquiera una significación definida es siempre necesaria una imagen totalizadora, una suerte de clave interpretativa, asequible solo mediante la intuición. Alberto Flores Galindo creyó ver en los cuadros de Rugendas, las acuarelas de Pancho Fierro y las Tradiciones de Ricardo Palma las fuentes donde podría identificarse dicha clave.

En efecto, en las pinturas de Rugendas sobre el mercado o la Plaza de Armas, es visible una gran profusión y abigarramiento de gentes. Pero en este denso panorama le llamó la atención la debilidad de los vínculos, el hecho de que los personajes retratados se ignoraran mutuamente[1]. Pensó estar frente a un testimonio plástico de la debilidad de los vínculos en la sociedad limeña. Una sociedad donde los individuos no están entretejidos en colectividades, pues el ideal colonial de la jerarquización fractura la socialidad, dificultando, entonces, cualquier acción colectiva. Las gradaciones de fortuna y de color de piel se vuelven tan significativas que resulta una sociedad dominada por la heterogeneidad y la violencia. Los de arriba, la aristocracia, y los de abajo, la plebe: todos desconfían de todos. Se trata, pues, de una sociedad atomizada, incapaz de actuar sobre sí misma, “sin alternativa”. De ahí que los limeños estuvieran tan divididos y que no fuera posible ningún tipo de acción en la coyuntura de la Independencia.

En las acuarelas de Pancho Fierro y en las Tradiciones de Ricardo Palma encontró una confirmación de esta hipótesis. En las láminas de Pancho Fierro halló una galería de retratos individuales pero no de tipos sociales, pues cada uno de ellos representa una singularidad, de manera que el conjunto es “tan heterogéneo como disgregado”. De la misma manera, la disparidad de las narrativas de Palma, imposibles de ser totalizadas en un gran fresco, testimonia la debilidad de los vínculos colectivos. La ciudad de Lima sólo podía producir historias fragmentarias.

La intuición se asocia con la imaginación y el arte, con la captación simbólica del mundo. Mientras tanto, la razón discursiva suele ser referida como “desensorializada”, abstracta. No obstante, habría que impedir que la diferencia fuera imaginada como oposición, pues en la realidad una no puede funcionar sin la otra. De cualquier manera, Alberto Flores Galindo poseía ambas capacidades de manera que el rigor lógico y la información histórica se apoyaban en una capacidad intuitiva que le hacía posible elaborar “cuadros”, hilvanamientos de hipótesis, a la vez fundados y sugerentes. Estos “cuadros” funcionaban como anticipaciones que orientaban su búsqueda de información. Finalmente, para volver al caso de la sociedad limeña de las vísperas de la independencia, Alberto Flores Galindo elabora la imagen de una “sociedad sin alternativas”, demasiado fragmentada como para poder generar un proyecto colectivo.

Pero la capacidad artística de Alberto Flores Galindo no está solamente en el rapto totalizador que le permite trascender la mera erudición; está también en la elegancia, en la fluidez y la musicalidad de su prosa. Alberto Flores Galindo era un magnífico escritor. Su escritura, con razón, ha sido calificada como “ágil y nerviosa” (Marco Martos). En efecto, trata de ir al punto de la manera más precisa y directa posible. Evita esas divagaciones que debilitan el impulso y rompen la concentración. Su discursividad es, pues, afilada. En la lectura de sus trabajos, la vista se desliza sin resistencias porque la melodía interna se sostiene. No hay quiebres de ritmo, las frases son cortas y contundentes. Ellas se encadenan para integrar argumentos persuasivos. Ahora bien, del encuentro de la intuición y la musicalidad nace la poesía. Entonces la metáfora sorpresiva fluye en el caudal de la expresión. En este sentido, se puede decir que, como en todo gran creador, en la obra de Alberto Flores Galindo la palabra está impulsada por la poesía.

Ahora bien, cabe preguntarse: ¿De dónde provenía esa facilidad expresiva, esa contundente capacidad de convencer? Sin pretender una respuesta acabada me parece importante señalar el constante frecuentamiento de la literatura y quien sabe, sobre todo, el deseo de comunicar, de llegar a públicos más amplios. En realidad, Alberto Flores Galindo era un lector voraz. Iba y venía entre la Historia, la Literatura, el Psicoanálisis, la Filosofía y la Teoría Social. Le interesaban muchas perspectivas. Pero todas ellas deberían ser útiles para entender la historia peruana; entendida a su vez como “historia contemporánea”, es decir como el estudio del pasado que tiene vigencia en el presente. Esta observación me permite volver sobre su estudio sobre la sociedad colonial. En efecto, la imagen de una sociedad anudada, sin capacidad de agencia sobre sí, es plenamente contemporánea.


II

No se podría entender la perspectiva de Alberto Flores Galindo si no se explicita sus raíces éticas. Alberto Flores Galindo se pensaba en términos de un “intelectual comprometido”; es decir, como una persona que busca la verdad en la medida en que ésta es útil a la liberación de la vida. Y el principal obstáculo era la injusticia y sus múltiples rostros: la explotación, la violencia, el desconocimiento del otro, la incapacidad para una reparadora acción colectiva. Como razonaba desde la posibilidad y la esperanza, en sus textos eran siempre recurrentes la indignación y la convocatoria a actuar. No obstante, de alguna manera, existía una profunda escisión en su ánimo. Como buen peruano tendía a una visión trágica y pesimista de la realidad. El optimismo, la “terca apuesta por el sí”, era algo que se imponía como una obligación; el deber de no dejarse llevar por la volátil marea de la opinión, la apuesta a convertirse en un profeta de la posibilidad. Ahora bien, la intransigente denuncia de la injusticia, la solidaridad con los de abajo, tenía en Alberto Flores Galindo una honda raíz cristiana. Sin embargo, su vocación profética y su apuesta por la utopía provenían de la tradición marxista y de su culto a lo insurrecto y popular, como también de su confianza en el poder de la razón para construir un mundo de justicia.

¿Podría decirse que Alberto Flores Galindo hizo del optimismo una actitud dogmática? ¿Logró realmente integrar su visión lúcida, y a menudo desencantada con el voto por el sí, al que siempre convocó? ¿No esperaba acaso demasiado de tan poco? ¿No había un culto romántico-platónico a lo imposible? ¿Un espíritu que no se quiere rendir al escepticismo que lo habita?

Sea como fuere, el desgarramiento entre el culto a la esperanza, entendido como imperativo moral, y el escepticismo, que se deriva de la propia inteligencia de las cosas, intenta ser conjurado mediante una suerte de “idealismo épico”. Una aspiración decidida que no se detiene en las carencias sino que salta hacia la fe y el futuro. Hablamos de la “invitación a la vida heroica” planteamiento que él recogiera de José Carlos Mariátegui. En esta perspectiva, la nobleza e ineficiencia –aparente- de la acción acrecientan su belleza seductora. El héroe nos compromete con el futuro, solo así su sacrificio no habrá sido en vano. El deslumbramiento estético que produce la figura del héroe nos obliga a seguir sus pasos. La misma persona que se decida a ser héroe deriva su fuerza del deseo de encarnar una imagen tan entrañable a la colectividad. Asumiendo este llamado, Alberto Flores Galindo se imponía la obligación de imaginar una narrativa épica para lo que sentía como una situación trágica. Ahora bien, es necesario decir que este desgarramiento no es sólo suyo, sino que resulta sintomático de la sensibilidad peruana. Una sensibilidad atrapada entre la promesa, el deseo de ser nación, y la realidad del odio y la fragmentación. En todo caso, Alberto Flores Galindo quiso suturar esta herida postulando la vigencia de la “utopía andina”, de una virtualidad o fantasma que acompaña la historia peruana desde la invasión española. La utopía andina es la idealización del Imperio Incaico y de lo nativo imaginados como alternativas plausibles a la desvertebración colonial. El espectro de los Incas podía ser la fuerza que reparara a una sociedad tan cargada de odios, tan “sin alternativa” como es el Perú.

Esta es la distancia que media entre sus dos grandes libros: Aristocracia y Plebe, terminado en 1982, y Buscando un Inca, cuya versión definitiva es de 1988. Mientras que la idea de “sociedad sin alternativa” domina el primer texto, lo propio ocurre con la idea de un mito unificador en el segundo. Y es que a partir de 1983, año en que se escala la violencia política, Alberto Flores Galindo se dispara a la búsqueda de aquello que podría dar consistencia a la quebrantada sociedad peruana. La idea la fue elaborando a partir de pistas que encontró en las obras de Mariátegui y, sobre todo, Arguedas. Igualmente importantes fueron las intuiciones de Pablo Macera y el diálogo con Manuel Burga. Por no mencionar a muchos otros historiadores y antropólogos con los que entró en interlocución. No obstante, fue Alberto Flores Galindo quien logró hacer visible esa gran creencia unificadora que, tomando muchas formas diversas, permanece en la sociedad peruana desde la época colonial.

En efecto, la alta valoración de lo nativo, en especial de lo Incaico, está presente, desde al menos el siglo XVIII, en las formas más disímiles y en los sectores sociales más distintos. En muchas rebeliones indígenas de carácter milenarista el Imperio de los Incas representó un horizonte definitivo. El futuro era la vuelta a ese pasado de esplendor que, a la manera de Inkarrí, nunca había terminado de morir. La sensación de fortaleza del pasado y la expectativa de un (nuevo) Inca han sido conjugadas en fórmulas políticas muy diferentes. En todo caso, el orgullo en torno a lo imperio y lo andino, la afirmación de su actualidad, ha sido una presencia permanente pero insuficientemente verbalizada en la historia del país. Correspondió a Alberto Flores Galindo el gran mérito de poner en evidencia esa realidad muda pero sólida que es, precisamente, lo andino. Un elemento que inadvertidamente articuló la disgregada sociedad peruana. La visibilización de este principio oculto de unidad fue, ciertamente, una gran hazaña.

Desde luego que la manera en que se ha integrado lo andino en las diferentes propuestas políticas ha variado radicalmente. Lo andino fue también apropiado desde lo criollo. Leguía, Belaúnde, Velasco, Toledo, son ejemplos de este tratar de usar la legitimidad andina en la perspectiva de generar un amplio consenso. Pero Alberto Flores Galindo no le daba importancia a estos ensayos desde el poder. Para él, la utopía andina tenía que venir de los mismos campesinos y sus descendientes. Su transformación en una retórica desde el Estado desnaturalizaba su capacidad de convocatoria. La nación debería construirse desde abajo. Hacia el fin de su vida se planteó el tema de quiénes son los herederos y continuadores de la utopía andina. ¿La Izquierda legal?, ¿el radicalismo de Sendero Luminoso? O ¿esos migrantes que comenzaban a ser el centro demográfico del Perú moderno?


III

La elaboración de la utopía andina fue una hazaña intelectual que implicó mucha ansiedad y sacrificios. Alberto Flores Galindo se había impuesto como deber imaginar la unidad del Perú, la ruptura de ese orden colonial desvertebrado y sin alternativa. En la línea abierta por Mariátegui y Arguedas, identificó en lo andino el elemento cimentador de la nueva nacionalidad. Su aporte fue el identificar los derroteros que habían permitido a lo andino resistir, abrirse paso en medio de la negación colonial y republicana.

Cuando se planteaba la contemporaneidad de la utopía, lo asaltó una enfermedad fatal. En el último año de su vida no pudo retomar su labor intelectual, pero sí reflexionó con intensidad sobre la vida. Y compartió sus inquietudes y sus respuestas insuficientes y comprometedoras, en su carta de despedida Reencontremos la dimensión utópica.

En realidad, Alberto Flores Galindo quedó muy sorprendido por las diversas manifestaciones de solidaridad de las que fue objeto. Visitas constantes de sus amigos, colectas económicas para ayudarlo a solventar sus crecidos gastos, homenajes y reconocimientos públicos. La calidez de la gente lo abrumó. Esta situación lo llevó a matizar mucho de lo que había pensado con anterioridad. Más importante que las ideas, son los hombres y mujeres de carne y hueso. De la misma manera, los afectos son tan o más valiosos que la propia razón. Si la vida tiene sentido y merece la pena de ser vivida, es porque estamos acompañados. De esta forma se entiende el último párrafo de su carta de despedida. “Muchas gracias a todos los amigos y desde luego, sobre todo, a quienes discrepan conmigo. Siempre mi estilo agresivo, pero que no anula el cariño y el agradecimiento con todos ustedes, más aún con quienes más he discutido. Discrepar es otra manera de aproximarnos: y, desde luego, cuando acudieron a ayudarme no les interesó saber qué posición tenía en la cultura o en la política. Un abrazo, ¡qué buenos amigos!”.

¿Hasta qué punto Alberto Flores Galindo no repara en las fronteras entre amistad y admiración? La pregunta puede parecer válida por cuanto su hazaña produjo una enorme simpatía entre sus muchos lectores que, aunque no pensaran como él, no podían dejar de deslumbrarse por su fuerza argumentativa y moral y la riqueza de su imaginación. No obstante, a un nivel más decisivo, lo verdaderamente importante es que tanto admiradores como amigos se sintieron profundamente identificados con él, en especial cuando ya estaba de cara a la muerte. Alberto Flores Galindo no era sólo su persona, era ya un mito viviente, una esperanza a la que no queríamos dejar partir.

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[1] Inclusive, en esta línea podemos ir un paso más allá, ya que en el mundo atomizado que retrata Rugendas hay, sin embargo, un vínculo que resalta. Se trata de la conversación entre un sacerdote y una tapada. Podríamos pensar, entonces, que el lazo que estabiliza a la sociedad colonial limeña es el que se teje entre la Iglesia y el género femenino. Este lazo entre el poder simbólico y la sumisión devota es el que aporta la poca autoridad vigente en la sociedad colonial.

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