Sandro Bossio
Crónica de amores furtivos - Cuento Crónica de amores furtivos - Cuento

Por Sandro Bossio
Fuente: Ciudad Letrada Nº 6 - Abril 2001
http://www.geocities.com/ciudadletrada/6art06.html

Hubo un tiempo en que debí internarme, por largos meses, en un temible hospital de cancerosos. Me cuesta recordar la tarde en que mi madre, después de instalarme en una de las habitaciones colectivas del sanatorio, abandonó el piso haciendo grandes esfuerzos por no llorar. Esa noche comprendí que el destino se había ensañado conmigo. Recorrí por primera vez los corredores amplios y recién lustrados de mi nueva morada, mientras percibía su penetrante olor a formol y desinfectante, y, en el silencio sepulcral de sus paredes, descubría la zozobra, el miedo, la angustia implacable de los enfermos que no se resignan a la muerte. En medio de esa total desesperanza, los internos comían en silencio las raciones que unas mujeres con delantales blancos distribuían tres veces al día en sus carritos humeantes. Se hablaba en voz baja, o simplemente se guardaba silencio, debiendo permanecer en la cama el resto del tiempo. Eran jornadas de inactividad tan largas y agotadoras, que a mí, muy pronto, llegaron a hastiarme. Por eso, fui el primero en romper la norma hospitalaria del reposo. Después de las cuatro, hora en que las visitas se retiraban, salía a recorrer las galerías heladas del edificio hasta las siete de la noche. A esa hora regresaba puntualmente, porque pasaba por mi pabellón una hermosa monjita sevillana para aplicarme una inyección analgésica.

En esas constantes evasiones, descubrí en la tercera planta un recinto tibio, generoso, que durante los meses siguientes se convertiría en mi guarida: la capellanía. Me instalaba allí todo el tiempo que podía, aspirando el leve olor de las azucenas y elevando larguísimas oraciones para que mi madre, y no yo, se aliviara de mi mal. Hasta entonces ella no había demostrado aún toda su fortaleza. Varios años después, en una reunión familiar, confesaría que la causa de sus quebrantos radicaba en la sospecha de que los médicos le estaban ocultando lo inexorable: que su hijo, a sus diecisiete años, tenía cáncer. El primer sábado hizo frente a la prueba más dramática. Ese día, lo recuerdo con bastante precisión, los médicos repartieron las recetas de los medicamentos a todos los pacientes de la sala, cuyos dolores no amenguaban ni siquiera con la morfina que les administraban, y mi madre comprobó la similitud de todas, incluyendo la mía. No hacían falta más palabras, pues, para imaginar lo peor. A decir verdad, los dolores femorales por los que fui internado después de descubrírseme un tumor óseo, iban en aumento. En esos días iniciales, los más tristes de mi confinamiento, me sometieron a cientos de análisis y exploraciones para comprobar si mi organismo estaba preparado para una primera intervención.

La víspera de ésta, después de soportar con estoicismo que una barchilona lenguaraz me aplicara una lavativa delante de todos, salí a recorrer el hospital más tarde de lo acostumbrado. Bajé por el elevador a la capellanía silenciosa y recé con una unción que, ahora que me confieso ateo, dudo volver a sentir algún día. No quiero caer en el patetismo, pero recuerdo la angustia estancada en mi garganta, la brisa de verano en las rendijas de la ventana, la presión de mis manos al momento de pedir que mi final sea pronto. Tan concentrado estaba en mis plegarias que no me di cuenta de que el padre Angelo, un bondadoso siciliano que tenía a su cargo el oratorio, se había acercado a mi reclinatorio para consolarme. Sentí el peso de su mano en mi hombro.

-Así, muchacho -me decía-. Sólo Dios puede ayudarte a sobrellevar esto.

Su acento dulce y afectuoso, inmensamente tranquilizador, me alivió desde el primer momento. Levanté el rostro y lo vi contra el resplandor blanco de las luminarias, con su guardapolvo de dentista y su estetoscopio al cuello. Después de arreglar unas radiantes flores amarillas, recién remitidas por las damas voluntarias de la lucha contra el cáncer (millonarias, generalmente gordas y presuntuosas que nunca sufren de neoplasias), me acompañó a mi habitación. Más adelante me enteraría que era enfermero de profesión y que había participado en una guerra. Me hizo decir una oración, como a un niño pequeño, y luego de inclinarse para bendecirme, envolviéndome en su limpio ámbito de jabón germicida, se fue a brindar consuelo a otros convalecientes.

Al día siguiente, muy temprano, me fueron a buscar. Cubierto apenas con un batín y una toca almidonados, me llevaron en una cama rodante al famoso "salón del reparto". Era una estancia amplia, que servía de antesala a los quirófanos, donde confluían las camillas programadas para las operaciones del día. Caminando entre ellas, sorteándolas como barreras, se atropellaban las enfermeras, los anestesistas, los médicos apresurados en ponerse los guantes de goma. "Dios Santo, decía uno. Yo que detesto los preservativos". Durante los veinte o veinticinco minutos que permanecí allí, entablé conversación con una jovencita pecosa que, dotada de igual vestimenta que yo, esperaba en otra camilla. Con una valentía que hasta entonces sólo yo creía tener, clavé sus ojos en los míos y me dijo, sin estremecerse, que iban a extirparle los senos porque estaban cancerados. En ese momento, se acercó una enfermera y, mientras me hablaba del equipo de vóley que esa noche jugaría contra el seleccionado cubano, me puso una extraña inyección en la tráquea. Desperté a la una de la tarde, con los bruscos movimientos de la camilla, rumbo al cuarto piso. Me dolía horriblemente el muslo derecho. Al llegar a la habitación, vi a mi madre, a mis tías, a mis primos, a unas amiguitas que solían llevarme frutas y chocolates, y les pedí agua. Nadie quiso dármela. Habían sido advertidos de que no debían darme nada de beber y todo lo que podían hacer era refrescarme los labios con una torunda mojada. Fue una especie de suplicio asiático que duró veinticuatro horas. Esa noche no pude dormir a pesar del poderoso opiáceo contra el dolor que me aplicó la monjita sevillana.

A la mañana siguiente, desperté sobresaltado, con la sensación de estar empapado en un líquido candente. Imaginando lo peor, una disfunción de mi vejiga acaso, levanté las sábanas con cuidado: una mancha roja, viva, voraz, manaba como un surtidor del vendaje de mi muslo recién operado. Asustado, llamé por el botón de emergencia a la enfermera de turno, quien acudió de inmediato. Una vez retiradas las vendas sangrantes, el involucro quedó ante mis ojos: ese muslo, con veinte centímetros de costura, no podía ser el mío. Me quedé observando, contando y recontando los puntos de la herida, mientras la enfermera iba en busca de ayuda competente. Al ver entrar al médico de guardia, uno que tenía una bien ganada reputación de inhumano, seguido de la enfermera con el carrito del instrumental, se me fue la respiración. El médico, muy desenfadado y sin mirarme siquiera, me dijo que la noche anterior había peleado con su concubina y estaba de mal humor. Ante mis ojos horrorizados, provisto de guantes, enhebró una aguja circular y, apartando a la enfermera que intentaba untarme un anestésico local, puso en práctica las malas artes que le habían hecho célebre en el hospital.

Ese día, a media mañana, ocurrió lo que menos podía pasar en un hospital de cancerosos. Miraba entredormido una silla de ruedas, que alguien había dejado en silencio junto a mi cama, cuando un tropel de jóvenes enfermeras, todas vestidas de plomo, irrumpió en el salón. Una de ellas se acercó a mí y me puso el termómetro en la boca. Mientras proseguía con sus esmeradas diligencias, conversaba en alta voz con sus compañeras, que hacían lo mismo con los otros pacientes. Sólo un rato después pareció escucharme. Era la hora del delicioso caldo de oro, como llamaba Cortázar a la sustancia de pollo, así que ella recibió solícita mi ración y la puso sobre la mesita graduable.

-¿Cómo te llamas? -le pregunté, cuando estaba por retirarse.

Ella me sonrió por primera vez.

-Alejandra -me respondió-. ¿Y tú?

-Alejandro -le dije, con toda seriedad.

Me miró como reprochándome. Pero al momento volvió a adoptar una postura risueña y me llamó mentiroso.

-Es verdad -repliqué-. Puedes comprobarlo en mi historia clínica.

Celebró la coincidencia y me prometió volver después de las cuatro. Cumplió. Charlamos hasta las seis. Me contó que tenía veinte años y que estaba en el hospital haciendo sus prácticas de enfermería, que vivía en la residencia del fondo con sus compañeras, porque venían de la Universidad de Huacho, y que no podían volver a su provincia sino los viernes por la tarde. Alejandra era la más desenvuelta del grupo, la más intrépida y parlanchina y, sobre todo, la más atractiva: sus cabellos salvajes, que a veces ocultaban su hermosa mirada de antílope real, llenaban de vida la habitación cada vez que llegaba. Ella no compartía la idea de que los hospitales tuvieran que ser tan apagados y, más bien, patrocinaba la teoría de convertirlos en lugares bullentes de animación. Incluso tenía una fórmula terapéutica que ofrecer a la medicina, de la que, con dolor, sólo me enteraría al final. Esos postulados propios, tan osados para provenir de una estudiante sin renombre, le acarrearon muchos problemas. Pero era una mujer indoblegable. Una vez la vi enfrentarse al médico de guardia que fue hasta mi habitación a llamarle la atención porque había abandonado el tópico para venir a charlar conmigo. Así la veía todos los días, activa, complaciente, derramando vigor por donde iba. Conversábamos muchas horas, casi siempre en cortas y numerosas citas a lo largo del día, lo que acrecentó nuestra amistad, al punto que cada vez que me tocaba el cambio de los vendajes, las enfermeras le delegaban el trabajo a ella. No voy a negar que la primera vez que tuve que desvestirme delante de Alejandra, me vino una oleada de pudor.

-No seas tonto -me dijo ella-. Los he visto de todos los tamaños y colores.

Con la rutina fui perdiendo el recato. Pronto me acostumbré no sólo al cuidadoso embalaje de mi muslo fileteado, sino incluso a los baños que ella me daba en la ducha. Mientras tanto, mi familia y yo seguíamos esperando el resultado de la muestra del osteoma que me habían extirpado del fémur tumoroso, para saber de una buena vez si padecía del temido cáncer. Fueron horas, días, semanas de angustia que me hicieron perder mucho peso.

Conocía una mala experiencia hospitalaria: junto a mi cama, del lado izquierdo, yacía otro muchacho, tal vez de mi misma edad o hasta menor que yo, quien, por su fisonomía ascética y su desaliento, parecía encontrarse en un avanzado estado de la enfermedad. Después de una operación en la que le quitaron gran parte de una rodilla, el consejo médico lo sometió a un tratamiento de quimioterapia. A las pocas semanas lo vi consumirse en disenterías y vómitos interminables, en espasmos dolorosos, en delirios febricitantes; vi caérsele el cabello, oscurecérsele las uñas, perder la salivación, y, con un miedo del que sólo ahora me repongo, lo vi morir lentamente en su cama de inquisición.

Esa noche, como siempre, fui a la capellanía a jurar que si me confirmaban el diagnóstico maligno, me opondría terminantemente a la cura de quimioterapia porque prefería que el mundo me recordara hermoso y con cabello.

El muchacho no soportó mucho. Habíamos cultivado una sincera camaradería. Me contaba de su tierra, Trujillo, de sus amigos y sus estudios truncos. Incluso llegamos a concertar un posible viaje a las famosas ruinas de barro de Chan-Chan después de salir del hospital, viaje que nunca se realizaría, porque una fatídica mañana, al despertar, no sentí su respiración. El mal presagio se confirmó con la llegada de las enfermeras quienes, mustias, apuradas, le cubrieron el rostro con las sábanas y se lo llevaron al mortuorio. Un silencio sin límites se tendió en la habitación. Nadie hizo un comentario. Nadie volvió sus ojos hacia la cama vacía. Solamente Alejandra me dijo que así eran las cosas en los hospitales. En esos días, por prescripción médica, había dejado la silla de ruedas y, apoyado en las barras de los corredores, trataba de dar mis primeros pasos. Sin ayuda de nadie, fui a buscar al padre Angelo, y como no lo encontré, empecé a recorrer los pasillos sombríos del hospital. El dolor del muslo herido era insoportable. Aun así, no me resignaba a perder mi libertad. Esas frecuentes fugas de mi lecho de convaleciente, ahora lo entiendo, eran producto de una rebeldía, de una callada insubordinación contra mi invalidez. Desobedeciendo una vez más las reglas internas del instituto, esa tarde fui a parar al último mirador del cuarto piso. El sol del crepúsculo inundaba el ventanal con su luz carminosa. Contemplé la ciudad como deben mirar los que carecen de libertad, plena de color y vivacidad, plena, sobretodo, de vida. La imagen del muchacho ausente me perseguía. Se llamaba Manuel. En esta abstracción no me percaté de la presencia de Alejandra, muy cerca de mí, hasta que sentí su cálido murmullo.

-¿Qué haces?

-Pienso -le dije.

Hablamos mucho, mirando cada cual por su lado, y al final de la conversación tuve la impresión de que nos conocíamos de toda la vida. Entonces, sin decir nada, nos miramos largamente. Recuerdo sus ojos limpios a la luz de la tarde, su cabello castaño encendido por el resplandor del ocaso, sus labios trémulos. Jamás olvidaré el momento en que me acerqué para besarla por primera vez.

Cuando regresé a la habitación, la cama de la izquierda ya estaba ocupada por otro paciente, un joven judío que era hospitalizado por un carcinoma testicular. Tardé varios días en acercarme a él, porque era muy parco (gran discípulo de Nietzsche, a quien repasaba con devoción), pero logramos intimar. Yo, que leía bastante por entonces, y él, un ex alumno de la facultad de letras de San Marcos, hicimos de la literatura nuestro principal tema de conversación. En las charlas, que se prolongaban por lo general hasta después de apagadas las luces, desfilaban los autores franceses que habían marcado época, las novelas norteamericanas de técnicas enrevesadas, los cuentos argentinos con finales inesperados, la poesía impresionista y los argumentos de los libros más vendidos de todos los tiempos. Fue un verdadero soporte moral. Como la capellanía permanecía cerrada hasta nuevo aviso, yo pasaba buena parte del día en la habitación, estudiando los cursos de semiótica del segundo semestre de mi carrera (para lo cual había llegado a un favorable acuerdo con los catedráticos). Mi ocupación diaria incluía también una larga y dolorosa caminata por el corredor, y la elaboración de un cuento de amor que trataba de un hombre arrepentido que, mientras esperaba el perdón de su novia, se alimentaba con las flores que ella había sembrado en su departamento. Alejandra se reía cada vez que le leía los avances del relato. En las noches, salíamos al corredor a besarnos con desenfreno. Nuestro amor, secreto al inicio, pronto se hizo de dominio institucional. Alejandra no pareció incomodarse por ello. Era tan espontánea, tan desenfadada, que a las pocas semanas fue más bien ella quien tomó la iniciativa de saludarme con un beso en los labios:

-¿A ver, cómo está mi novio?

Semanas después, lo nuestro había ganado tanta notoriedad que médicos y enfermeras me hacían guiños, bromeaban, me ponían el estetoscopio al pecho y me decían "mucho amor, mucho amor." Hasta les enfermeras conservadoras, al llegar a mi cama, exclamaban: "¡Alejandra! ¡Ven a aplicar a tu paciente!"

-Cuando te vayas, me la endosas - me dijo una vez el joven del carcinoma.

El día que cumplí dieciocho años un tío mío, el doctor Rodrigo Travezán -renombrado oncológo, por quien recibí un excelente trato en el hospital-, subió a decirme que me había sacado el premio mayor de la lotería: no tenía cáncer. Me disponía a irme, embriagado por tumultuosos planes libertarios, cuando lo oí hablar otra vez:

-Pero tendremos que operarte de nuevo.

Aunque la segunda operación fue menos dolorosa, me apesadumbró volver a depender de la silla de ruedas. Uno de esos días le hice a Alejandra la broma de meterla a la duche mientras me bañaba. Salimos del baño empapados, dichosos, seguros que nadie podría separarnos. Quizás esa certidumbre hizo que nuestro amor no se resquebrajara ni siquiera con la huelga de enfermeras que se inició al poco tiempo. El gremio había ido exhortando pacientemente al gobierno para que se le aumentara los sueldos, pero como éste no cedió, se paralizó el trabajo. Alejandra no se plegó al paro, como sus demás compañeras y, más bien, con el apoyo de unos pocos auxiliares, se hizo cargo de todo el piso. El padre Angelo, que después de un viaje a Suiza había vuelto a abrir la capellanía, respaldó esta valerosa decisión. Fue cuando me enteré que era experto en enfermería bélica. Nunca vi a gente más desprendida que aquella. Mientras el sacerdote aplicaba sueros, colocaba sondas, hacía curaciones, Alejandra bañaba a los enfermos, vendaba, limpiaba, controlaba la presión. Esta labor me permitió acompañarla a los pabellones con la satisfacción de permanecer más tiempo junto a ella. Cuando la huelga se agudizó, el ministerio de salud la calificó de ilegal y ordenó a las estudiantes de los últimos años de enfermería que cubrieran las plazas vacantes. Al día siguiente, un aluvión de jovencitas inexpertas y bullangueras invadió el edificio. Alejandra y sus compañeras, que retornaron obligadas por la resolución ministerial, fueron las encargadas de instruirlas. Estuvimos en manos de estas chiquillas revoltosas (las mismas que una tarde, gritando y chillando, desbordaron los corredores perseguidas por un insignificante ratón) hasta que las huelguistas, derrotadas, retomaron sus labores sin haber conseguido más que varazos y chorros de agua en las calles.

En setiembre me notificaron que sería sometido a una tercera operación. Yo había perdido ya toda esperanza de salir algún día del hospital. Los preparativos, como siempre, fueron profusos. Me hicieron nuevas pruebas de orina y de sangre, un médico miope me introdujo el dedo al recto, me crucificaron en unas máquinas heladas para hacerme radiografías y electrocardiogramas, me mantuvieron en ayunas veinticuatro horas y me obligaron por tercera vez a levantar el culito para que Alejandra me administrara la lavativa. Esta vez me asaltó el temor de no salir vivo del quirófano. Debido a ese mal pálpito, fui a confesarme con el padre Angelo, y a encomendarme con devoción. En la noche volví a recibir la amable visita de mi tío, quien me explicó que la tercera intervención sería la definitiva. Esta vez, valiéndose de monitores de rayos roentgen, seccionarían mi hueso femoral para extirparme el tumor, que había regenerado en pocos meses. A la mañana siguiente, me trasladaron a la sala de rayos equis, donde una cirujana muy joven y muy guapa me sometería al peor tormento de todos: atravesar sin anestesia mi muslo con dos larguísimas agujas de cromo. Para que no viera la maniobra, me colocó una especie de biombo. Sin embargo yo, que esa vez no usaba anteojos correctores, pude ver la operación en un diploma vidriado, estratégicamente colocado en la pared del frente. Recuerdo bien que ella sufría al introducir, centímetro a centímetro, las agujas. Cada cierto tiempo abandonaba la ejecución y se pasaba la manga del guardapolvo por la frente Llegó un momento en que las agujas no entraban más, y ella, que había ido perdiendo la calma a lo largo de la intervención, me pedía que no moviera la pierna. A pesar del dolor, yo trataba de que mis músculos no se movieran, pero éstos brincaban obedeciendo irreprimibles impulsos nerviosos. Cuando terminó el suplicio, dos auxiliares me condujeron en camilla a la sala de operaciones. Por primera vez vi el quirófano por dentro y, en un abrir y cerrar de ojos, aparecí en mi pabellón. Otra vez tenía la garganta cascada, lasitud en todo el cuerpo, un intenso dolor en el muslo y una sed de desierto africano. Alejandra me tenía cogido de las manos. Me enteré que el día anterior a ella, con mi madre y mi tía, habían recorrido medio Lima buscando, mendigando una ampolla de diazepán, que ninguna botica quería expender porque el gobierno acababa de soltar la primera de sus salvajes medidas económicas sobre el país. Decían que nadie, ni rico ni pobre, había escapado de ella. Se hablaba de sucesos inverosímiles. Los pasajeros a los que el alza había alcanzado en los buses no podían cubrir, al bajar, la diferencia del pasaje urbano con todo el dinero que llevaban encima. Mi madre y mi tía contaban que las calles, pese a ser viernes, estaban vacías. Los comercios habían cerrado, o atendían limitadamente, esperando un nuevo mensaje del ministro de economía. La intervención, sin embargo, se realizó sin contratiempo gracias una vez más a la invalorable recomendación del doctor Rodrigo Travezán.

Por esos días inventé otra forma de vivir. Iba de sala en sala, de cama en cama, para conversar con los enfermos, entreteniéndolos, tratando de aliviar sus dolores. Conocí a muchos desahuciados. Yo, veterano del hospital, veía vaciarse las camas y ser ocupadas rápidamente por otros pacientes.

Un día recaló en mi pabellón el médico miope que disfrutaba introduciendo el dedo al recto. Sin que viniera a cuento, me dijo que había sustraído un libro de la biblioteca de la institución y me pidió que se lo guardara. Lo hice. Esa misma tarde empecé a leerlo a escondidas. Recuerdo que me impresionaron, sobre todo, las hazañas médicas que los propios galenos describían con crudeza. El redactor principal -que parecía escribir en idioma levente por la cantidad de tecnicismos que usaba- era el temible doctor Salem. Por supuesto, figuraban también los testimonios de otros médicos, incluyendo los de mi tío Rodrigo Travezán, que no eran menos importantes. Una noche derramé tintura de yodo sobre el libro, pero, gracias al cielo, sólo se manchó una hoja. Sosteniéndome en las paredes, fui al baño de mi piso y, como la hoja mancillada no tenía arreglo, la arranqué de un tirón. Si se percatan que a uno de los libros del instituto neoplásico le falta una hoja, lo confieso, fui yo. El doctor miope siguió sacando más libros de la biblioteca institucional. En ellos, sobre todo en un valiosísimo ejemplar de epidemiología, me enteré de espeluznantes enfermedades: la fiebre tapanuli, el lamsiekte, el prurigo de monje, la avarisiosis, el causón japonés de los siete días y la terrorífica cangrena negra de Formosa. Felizmente, todas pertenecían al pasado.

Octubre, con su neblina lúgubre y sus lloviznas sesgadas, se había estancado en mi ventana. Por fortuna Alejandra, a quien creía querer cada día más, no se separaba de mi lado. Se había mandado hacer otro uniforme, de un color celeste inolvidable, y ahora se paseaba pretenciosa en el hospital. La cama del frustrado estudiante de literatura, a quien le habían extirpado los testículos y prescrito bombardeos de cobalto en visitas ambulatorias, había sido ocupada por un paciente maduro, con un mechón blanco en la frente, que miraba mucho a Alejandra y, siempre que podía, trataba de conquistarla. Cada vez que me hablaba de ella, aludía, sobre todo, a sus formas armoniosas.

-Es una linda chinita -me decía-. Con ella a cualquiera se le quita el dolor.

Lo que le quitaron fue un paquete muscular del brazo y la honra, simultáneamente, porque una mañana recibió la ingrata visita del doctor miope. El pobre hombre se resistía, cuando el médico le dijo que se bajara los pantalones, y en los días siguientes lo vi pasearse por la sala avergonzado, quejándose de esos métodos tan perjudiciales para la hombría. Cuando notó que entre Alejandra y yo había algo, se apartó por completo de mí y, poco después, optó por salir del cuarto cada vez que nos veía juntos.

El viernes siguiente, sin presagiar nada, ella vino como siempre hasta mi cama, me dio un beso y me dijo que se iba a Huacho por el fin de semana. Estaba más linda que nunca. La abracé con ternura y le alcancé el chocolate que tenía en mi velador. Fue el único regalo que le pude ofrecer en esos meses. El sábado, a las doce del día, un médico amigo me comunicó que saldría de alta esa misma tarde. Era verdad. Con una mezcla de angustia por tener que irme y ansiedad por pisar de nuevo la calle, preparé mi equipaje y esperé la hora de salida. Mi madre y mi tía llegaron, empobrecidas hasta. el alma por los nuevos precios de las medicinas, y los tres salimos del hospital. Le escribí una carta a Alejandra, indicándole una dirección donde le pedía que me buscara, y se la dejé a una enfermera del dispensario. Le decía, por primera vez, que la amaba. Pero mi madre no me llevó a la dirección que yo creía. Muerto de angustia, intenté comunicarme varias veces por teléfono con Alejandra, pero la línea del instituto estaba temporalmente fuera de servicio. Por fin, semanas después, volví al hospital. Subí al cuarto piso y corrí como pude a la habitación colectiva donde había pasado diez meses de mi vida. Encontré a Alejandra en el preciso momento en que levantaba el rostro después de haberle dado un beso a un nuevo interno. En ese momento entendí que se trataba de la nueva terapia que le ofrecía a la medicina, de la que tanto me había hablado y que yo, ciego de amor, no había llegado a comprender. Me miró, embelesada, pero yo le di las espaldas y me marché.
 

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