Ricardo Ayllón
Lectura adolescente de El zorro de arriba y el zorro de abajo Lectura adolescente de El zorro de arriba y el zorro de abajo

Por Ricardo Ayllón
Fuente: Ricardo Ayllón, Cajamarca, enero 2011

Ser chimbotano y leer El zorro de arriba y el zorro de abajo, no es fácil. Porque uno se conduele de la desolación del autor no precisamente cuando se entera de sus planes suicidas, sino cuando advierte que estos son alternados con la recreación del espacio geográfico que uno habita. Una suerte de coyuntura que se va haciendo carne conforme se entiende la necesidad de Arguedas de aprehender Chimbote [aquella “olla enorme donde se ha echado de todo (…) y no se sabe exactamente qué va a salir”] en su difícil ascenso hacia el conocimiento y representación total del hombre peruano, es decir, conforme engancha su disminuido ánimo de escribir a la convicción de que el puerto (“que menos entiendo y más me entusiasma”) será su último espacio de trabajo, el peldaño final en este ascenso.

Más de una vez he narrado cómo fue mi primer encontronazo con el libro; encontronazo, sí, porque nunca estuvo en mis planes leerlo y sin embargo cayó a mis manos (y me quemó) por primera vez a los dieciséis años de edad luego de que el párroco chimbotano Héctor Herrera me impusiera su lectura como castigo debido a una grosería en clases, pronosticándome que la única posibilidad de aprobar su materia sería leyendo El zorro… y presentando un ensayo sobre éste. Yo ya estaba en quinto de secundaria pero había redactado únicamente composiciones y resúmenes, por eso un ensayo se me figuraba una escritura lejana e imposible. Aún así conseguí el libro casi de inmediato en la sospecha de que me faltaría tiempo y sabiduría para leerlo e interpretarlo.

Dieciséis años es una edad en que el deslumbramiento todavía se mantiene fresco, y la lectura de una novela como El zorro…, tan cercana, humana y vivencial, deslumbra sin duda a un chimbotano que ha desandado y percibido su ciudad con indiferencia adolescente. Naturalmente ocurrirá lo mismo con cualquier ciudadano que haga similar ejercicio lectoral desde un libro que aborde con intensidad su patria chica, pero en mi caso estaba el añadido de que llegaba a la novela casi desarmado de lecturas y, principalmente, del desgarro, aquel desgarro del autor en sus Diarios que se va quedando como un eco en el alma y se va esparciendo como una mancha indeleble en todo el edificio narrativo. Por más que desde una lectura hermenéutica sea operable la discriminación temática del contenido (entre el relato en sí, los Diarios, las cartas, el diálogo de los zorros, etc.), a esa edad resulta humanamente imposible seguir la secuencia de lo acontecido con Chaucato, la Muda, Moncada, Maxwell o Esteban de la Cruz sin reflexionar en lo que ocurre con su hacedor, en los temas que este va dejando pendientes según versión de sus Diarios, y en la forma en que batalla y triunfa sobre su decisión de suicidarse con el logro de aquellas páginas.

Por otra parte, resultaba imposible repasar los espacios recreados por Arguedas sin “verlo” en ellos; imaginar su presencia en el muelle, en el Mercado Modelo, en el cementerio, o en el cerro San Pedro y la iglesia de Laderas del Norte que eran mi hábitat natural, sin pensar en el ser humano enfermo del alma que lega sus últimos bríos otorgándoles a aquellos espacios un sitial imperecedero. Si en algún momento de la vida todo hombre ve extinguida su inocencia, para mí fue determinante en esta extinción la lectura de la novela. Tomar real consciencia de mi contexto inmediato, del suelo que pisaba, de los ámbitos cotidianos, fue duro, traumático y definitivo. A los dieciséis años uno no vuelve a ser más el chimbotano que fue antes de la lectura de El zorro…

A esa edad, y con el mínimo equipamiento intelectual, no se trató sino de una lectura espiritual. Pero una lectura determinante que –desde el particular lenguaje de los personajes, la detallada fotografía del momento social, el discurso de Moncada, el dolor del desarraigo andino, el violento “ingreso” en el sistema prostibulario, los desencuentros ideológicos y políticos– hizo no solo que recorriera en adelante un Chimbote nuevo y atractivamente conflictuado (vivificado sin duda por la recreación del artista), sino además que sintiera mi ciudad por fin dentro de mí de una vez y para siempre.

Fue por esta razón, quizá, que el día en que el padre Herrera me requirió el ensayo sobre la novela y vio que le extendía temeroso un “lisiado y desigual” escrito, ni siquiera lo hojeó. Apenas comprobó que en sus manos descansaban, efectivamente, varios pliegos mecanografiados, e hizo una sola y categórica pregunta: “¿Qué has aprendido de este libro?”. Fue la primera vez en mi vida que tuve lengua para hablar, que tuve alma para profesar, que tuve cuerpo para expresar. El libro se había metido en mí y el padre Herrera verificó una vez más que Arguedas –desde algún lugar– no había sacrificado la carne para liberar el alma en vano.

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